Columnistas
Vida, seguridad, justicia

Con algo de razón se dijo en su momento, que las tres elecciones adelantadas este año transcurrieron en absoluta paz gracias a los acuerdos de La Habana, hecho evidentemente positivo.
La afirmación era cierta solo de manera parcial. Porque, en verdad, durante 50 y más años de confrontación armada con las Farc fue posible realizar todos los procesos electorales para renovar Congreso y Ejecutivo.
En algunos de ellos, la subversión armada hizo escaramuzas en regiones apartadas –como quema de tarjetones, intimidación a los electores o traslado de puestos de votación de las veredas a las cabeceras municipales por presión de la guerrilla–, pero, nunca con riesgo para las elecciones.
Paradójicamente, la expresión más grave de tentativa de alteración no fue de una elección, sino de su consecuencia: se dio en el 2002, cuando las Farc atacaron con morteros el centro de Bogotá, con saldo trágico, para impedir la posesión de Uribe. Y en el pasado hubo otros casos de perturbación, no atribuibles a la subversión, como el cierre por 10 años del Congreso en el gobierno de Ospina o la candidatura única y elección de Laureano Gómez en 1950, por falta de garantías para el partido Liberal.
Con todo, nadie podrá negar que estas elecciones fueron más tranquilas que todas las anteriores, gracias al proceso de paz. Pero, tampoco puede decirse que el país está en paz. Basta leer la prensa del fin de semana acerca del asesinato de centenares de líderes sociales, dirigentes cívicos, reclamantes de tierras, desmovilizados, desarmados de las Farc y ciudadanos inermes, para concluir que esta verdad no se puede ignorar, ni son válidas las repetidas explicaciones que pretenden negar lo evidente al atribuir semejante horror a problemas de linderos o de amoríos.
Si la peor manera de resolver un problema es ignorarlo, está claro que hoy no se trata, como se repite con cierto cinismo, de ‘casos aislados’ ni del socorrido ‘ajuste de cuentas’.
¡Como si el Estado pudiera desestimar los crímenes entre particulares!
La principal razón de ser del Estado, consagrada en la Constitución, es la protección de la vida, honra y bienes de los asociados, independientemente de sus convicciones políticas,
religiosas, su orientación sexual e, incluso, de si, desarmados, han violado la ley.
No nos digamos mentiras. Hay una peligrosa tendencia a repetir lo ocurrido con la Unión Patriótica entre los años 80 y 90, cuando sectores del Estado y la sociedad callaban, mientras los crímenes se atribuían a ‘fuerzas oscuras’. Ahora se achacan a las ‘bacrim’, las disidencias de las Farc, el
‘clan del Golfo’ o el ELN.
No hay justificación. Es la seguridad del Estado la que debe impedir que eso ocurra. Hoy obran diferencias notables: no existe la misma tolerancia, como se demuestra por la ‘velatón’.
Cierto que el Estado ha hecho ingentes esfuerzos de protección individual a los líderes sociales, que no se hicieron en el pasado, como lo explicó Diego Mora, eficiente director de la Unidad de Protección. Y que no se dan casos como el del exministro Low Murtra, a quien, después de haber combatido valientemente el narcotráfico, el gobierno Gaviria no le permitió permanecer en una embajada y a su regreso, solo e indefenso, fue asesinado al salir de una universidad, como lo narra la escritora Olga GonzálezReyes (El caso Low Murtra, Ed. Planeta, 1994, páginas 17 y 193).
Y como no puede haber protecciónindividual para todos los amenazados o personas en situación de riesgo, la solución es la seguridad, la justicia y la no impunidad. El Estado falló al no recuperar el territorio –y no solo por la vía militar– en las zonas donde operaban las Farc.
Recuperar el monopolio del uso legítimo de las armas por el Estado es la tarea fundamental. Y, obviamente, combatir el narcotráfico, la minería ilegal, la delincuencia organizada en general. Pero los asesinos deben saber que la justicia actúa para impedir impunidad.
Si el Estado no asume en serio la tarea sin recurrir a fórmulas ya fracasadas, sería, esa sí, la mejor forma de volver ‘trizas’ los acuerdos de paz.


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