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BlogOC: Una cena a escondidas en Santa Marta

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Por Julio Morales Daza

Para celebrar mi cumpleaños, invité a algunos amigos a un restaurante escondido. Ya había escuchado del concepto en Bogotá y en Estados Unidos, y me parecía increíble que algo así pudiera existir en Santa Marta. Cuando encontré la cuenta del restaurante en redes sociales, no aguanté la curiosidad y les pregunté cómo era la experiencia. Convencido, reservé, hice el depósito y dejé todo listo para ir el viernes siguiente a probar esto que me parecía completamente extraterrestre para el contexto local.

Llegamos al lugar señalado, en la hora señalada, y encontramos todo cerrado. Las luces apagadas, la puerta cerrada y ningún rastro de alguna persona en los alrededores. Mis amigos me preguntaron que si estaba seguro de la reserva que había hecho y que si no se trataría de una estafa. Dos segundos después, abrió la puerta una mujer vestida de chef y nos invitó a seguir dentro.

Entramos a un almacén de vajillas -tan caras que caminamos por el lugar con extremo cuidado-, pero la chef nos llevó casi de la mano hasta el fondo, en donde se nos apareció una cocina: una isla con cinco fogones, un mesón, un extractor, coloridas sillas altas de bar de una marca local que reconocí al instante, platos, vasos, velas y jazz en el fondo.

Luego de sentarnos y superar nuestros nervios iniciales, gracias en parte al vino que nos sirvieron, María Andrea, la chef, empezó a contarnos sobre el concepto. Todo el miedo que teníamos quedó atrás y empezaron a salirnos por los poros una cantidad de preguntas que la encargada de nuestra alimentación fue contestando una por una.

Un restaurante escondido, o “a puerta cerrada”, funciona con un grupo pequeño de personas que hace una reserva y se encuentra en un lugar que desde afuera no parece un restaurante. En nuestro caso fue una tienda de vajillas que comparte espacio con un lugar en el que se imparten cursos de cocina, pero también puede ser la casa del chef, por ejemplo. Allí, se sientan a la mesa y el chef les cocina y les explica cada paso de la cena: el aperitivo, la entrada, el plato fuerte, el postre. De esta manera, uno descubre la comida a medida que va charlando con el cocinero acerca de los ingredientes, las recetas, los sabores y los colores. Una experiencia que, sin duda, cambia la forma en la que se percibe el mundo de la gastronomía, al hacerlo un ejercicio más íntimo.

Ya entenderán por qué me parecía fuera de este mundo. En Santa Marta no estamos acostumbrados a estas cosas, aquí los restaurantes son más “tradicionales” y casi no se atreven a innovar, en parte por la cultura gastronómica de los samarios, que es más rígida que una baguette. Aquí nos gusta lo normal: el restaurante al aire libre de comidas rápidas o con aire acondicionado de comidas rápidas, con muchas personas alrededor porque “si hay gente la comida es buena”, con música y todas las reglas de la vida social como hasta ahora la veíamos. Pocos son los que se han atrevido a romper esas reglas, sacarnos de nuestra zona de confort y presentarnos nuevas opciones.

Afortunadamente para nosotros, en esta comida clandestina todo salió como se esperaba: la comida estuvo deliciosa, el ambiente festivo, la experiencia reveladora, la chef magnífica y los amigos felices. Santa Marta tiene cada vez más opciones para comer y pasar un buen rato, y eso es algo positivo tanto para propios como para foráneos, solo nos queda atrevernos a probarlas. Después de todo, no todo puede ser salchipapa. Con el respeto de la salchipapa.

 

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