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ARIEL QUIROGA & ABOGADOS

Mis recuerdos de la guerra

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Por: Ariel Quiroga

Hay recuerdos que no están en la cabeza sino en el alma, por eso siento como míos, la huida de mis abuelos del Carmen Norte Santander, cuando mi abuela aterrorizada de ver cómo la policía conservadora de la Chulavita tiraba a los bebés de papás liberales al cielo, y en la caída los atravesaba con un machete. Decidió con un bebé en brazos y otros que apenas caminaban, salir de esa tierra para aterrizar en una finca que años después sería San José de orientes (un viejo oeste a la colombiana).

Recuerdo a mi abuela Lola, quien murió cuando Yo apenas tenía dos añitos, la recuerdo con amor, pues me sacaba piojitos, aunque en realidad me curucuteaba la cabeza para que yo le bajara a la hiperactividad, con eso me relajaba, me llenaba de paz y me surtía de un amor de esos que no regaña como el de las mamás, sino que solo es tierno. La recuerdo con su vestido sencillo de bolitas blancas, con su cabello gris y su aguapanela cocida con pan.

Pero un día ella no volvió, no la vi más; cruzando una calle de Valledupar un tipo en una motocicleta la arrolló, hizo estrellar su cabeza contra el pavimento caliente, su vida se apagó entre cuajos rojos y gritos de sus hijos.

Unos años antes, mi abuela lloraba arrodillada, le rogaba a un guerrillero que no matara a uno de mis tíos, hasta que mi papá llegó al lugar e invitó al “gran revolucionario” a imaginar a su propia madre humillada como un perro callejero, mientras ruega el perdón para la vida de uno de sus retoños. No hubo muertos ese día, pero si la honra de una mujer humilde tirada al suelo, y toda una familia obligada a desplazarse so pena de morir.

Por eso mi abuela se fue de San José a Valledupar, a morir en ese asfalto caliente, porque prefirió humillarse y abandonar nuevamente su tierra para poder salvar su vida y la de un hijo, la primera vez por los conservadores, la segunda por un hpta guerrillero.

-Sin tapujos. Plato Magdalena. A mis tres años, la primera impresión que tuve del río Magdalena fue de terror, toda vez que mientras visitaba a mi abuela materna en plato Magdalena, cuya casa colindaba con el río, escuché a un grupo de pescadores que se quejaban porque se encontraban muchos cuerpos desmembrados en el río, y también que a pocos minutos de ahí estaba un estanque lleno de caimanes, a quienes el comandante paramilitar hacia alimentar con aquellos que no colaboraban.

-Se los llevaron. Años después, mientras vivíamos en Bosconia, mi mamá pareció enfermarse, bajó de peso y tenía semblante de malparidez, pero cómo no estarlo, si frente a nuestra casa se habían llevado a un profesor en silla de ruedas y a su anciana esposa, luego nos enteramos que esa misma noche también montaron en la burbuja a otro vecino. A los tres los encontraron muertos en un potrero. Esa experiencia llenó a mi mamá de terror, hasta que tuvimos que irnos para la Paz un municipio del departamento del César.

-Por cuatro empanadas.  A las 7 de la noche no había plata, pero si hambre; de todas formas, mi papá tenía dos mil pesos, suficientes para comprar cuatro empanadas de aquellas de quinientos. El elegido para el mandado fui yo, y aunque odiaba hacer mandados, ese lo hice de buena gana, pues tenía mucha hambre y, además, me encantaban las empanadas, por lo que me levanté sin rezongar, tomé las dos lucas y salí a cumplir mi misión. De regreso y a diez metros de mí, un hombre apuntaba con un 38 a un ciclo taxista, fueron tres estruendos que me reventaron los tímpanos, tres tiros y ¡Zaz! medio cerebro de un muchacho como de veinte años se desparramaba por el piso. En medio de mi estupor giré hacia la izquierda y vi a un hombre de pelo crespo frondoso, camisa blanca y un jean como el de Don Ramón, se guardó el revolver en la pretina, se montó en una bicicleta y se fue tranquilamente en dirección al colegio donde yo estudiaba tercero de primaria.

-se acabó el juego. Se acercaban las seis de la tarde cuando estallaron las bombas y un polvorín me nubló la vista, las bombas eran de unos cilindros que lejos de ahí la guerrilla lanzaba contra unas patrullas de la policía, el polvorín lo crearon las chanclas de una docena de madres que corrieron a agarrar a sus hijos que estábamos jugando en plena calle. Nunca olvidaré el grito de mi mamá, sus ojos, su llanto, el apretón que me pegó, su miedo.

–Tilindo y el zapatero. Mientras jugaba playstation diagonal a la plaza del mercado, escuché unos disparos seguidos de una algarabía, al asomarme y mirar en dirección al ruido, vi tendido a tilindo, un pelao de no más de treinta años, emprendedor y buena gente, simplemente no quiso pagar vacuna, no iba a mantener vagos hptas, como decía, y aunque intentó defenderse con un cuchillo de carnicero, el plomo fue más ágil y murió en segundos ahogado en su sangre. Aunque tilindo, tenía un negocio prometedor de venta de pollo despresado, él no fue la única víctima de las vacunas en La Paz, hasta un vende tintos debía pagar su impuesto de guerras y el turno fue de su zapatero. Con el aprendí que esta guerra era absurda, que no protegía a los pobres como decían los guerrilleros y los paracos, y también con ese zapatero presencié mi primera autopsia.

-un minuto con mi papá, otro minuto muerto. Varios tíos y mi papá se encontraban departiendo en el centro del pueblo, junto a ellos estaba un muchacho al parecer cercano a la familia, a unos quince metros unos tipos nos observaban, pero de este lado nadie se inmutaba, excepto el muchacho, él se despidió rápidamente, caminó varios metros, corrió y más adelante cayó de dos tiros.

-final rápido. A pocas líneas de terminar porque esto es una simple columna y no un libro de esos que envían las tóxicas por wasapp, debo recitar rápidamente varias experiencias de la guerra. Mi primer viaje a Fundación estuvo marcado por una bolsa y un perro muerto, en la bolsa unos restos humanos en mal estado, a su lado un fiel perrito, al lado del perrito mi mamá que cortó el orín por los gritos que no pudo contener. Las cabezas que rodaron por el cementerio de Bosconia salían de siete sacos junto con brazos y senos, y alrededor una turba curiosa que perdía segundo a segundo la sensibilidad, ya desde niños nos estábamos acostumbrando a las atrocidades.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mis dibujos de la infancia no son actos para los menores, abundaban los mutilados, los cerros y las balas. Mis sonidos, aquellos que, en fiestas patronales, aunque de alegría para unos, de terror para mí porque confundía los fuegos artificiales con bombas, y eso lograba que el miedo me dejara sin aire, ni fuerza para gritar y menos para celebrar.