Columnistas
No todo lo que brilla es lo que sabemos
Por: Saúl Alfonso Herrera Henríquez
He escuchado decir siempre y a fe que es cierto, que el tiempo pone a cada cual en el sitio que le corresponde, por lo que no tiene objeto aquello de la vanidad, toda vez que no hay época, sino obra y por ellas es que valen las personas, particularmente quienes gobiernan, como arraigado está en el alma popular que obras son amores y no buenas razones. Muchos de los reverenciados caen más pronto que después en el olvido, aún en vida, pues el trabajo cierto, verdadero es el que trasciende más allá de todo, y es la historia la que juzga y sentencia quién pasará al podio de lo clásico o qué nombre debe eliminarse de la faz de la tierra.
Las buenas obras son las que mantienen a sus hacedores a lo largo del tiempo tan actuales como cuando fueron realizadas, y desde luego nos referimos a obras de envergadura (materiales o no), y no a cualquiera de las que se erigen para salir del paso o para dar momentáneos contentillos a una comunidad que, muchas veces fanatizada, todo lo aplaude aún a costa de su propio beneficio.
Los gobernantes están obligados a construir donde reflejar con nitidez las demandas poblacionales, priorizar, consolidar, hacer visible lo necesario, mostrarle a la sociedad su verdad, llamarla a participar, auscultar las diferencias que la conforman y enrutarla en camino de unidad. Las obras son el motor que en la historia enciende el engranaje mediante el cual se muestra una sociedad que premia o castiga a quien lo merece. Son el valor real. Virtud. Convencimiento. Reconocimiento. El retrato claro de quién cumplió y encuentra en la sociedad su cumbre soportada en sus méritos y no en la habilidad que tenga engañar o para medrar en la inmediatez y la emoción, puesto que muchas veces a la sociedad le da miedo comprobar cómo los instintos más bajos, las mezquindades humanas rigen y perduran.
Estos personajes auto-encumbrados que así actúan, y que además van por la vida haciéndose batir incienso y creyéndose nimbados por la aureola de la intocabilidad, son aquellos quienes impotentes terminan llorando arrepentidos cuando los alcanza la verdad traducida en su incapacidad de conseguir real y verdaderamente manipular a voluntad los tejemanejes sociales, muestra evidente de su mediocre hacer. No entienden en su megalomanía que los gobiernos menos malos son aquellos hacen menos ostentación, que se hace sentir menos, que resulta menos caro y hacen más obras de importancia, repito, materiales y no materiales.
Seguimos esperando un gobierno bueno. Pareciera que muchos hemos perdido esa esperanza. Pero por lo menos un gobierno simplemente menos malo, más honesto, menos demagogo, más honorable, menos populista, más centrado en la realidad. Un gobierno capaz de estabilizarnos. Esforzado. Discreto. Coherente. Que no celebre los fracasos disfrazados de éxito. Pareciera que seguimos saltando cuando nos arrojan migajas y no tenemos el valor de hacer borrón y cuenta nueva. Tenemos que rectificar. Obligados a ello estamos. Cambiamos o seguimos inmersos en la dejadez que estamos. De nosotros depende.