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Columnistas

El reto de la Economía Popular | o cómo ser un mejor país

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Por: Mauricio Díaz Beltrán

Economía Popular no es sinónimo de informalidad. Esa es una de las principales confusiones conceptuales al momento de asir el término. Aunque no hay que perder de vista que, si definimos la economía popular como las actividades económicas de tipo mercantil y no mercantil desarrolladas por unidades económicas de baja escala, mal se haría en no reconocer el espectro informal de esta, pero peor sería el condenarla a ellos. Tanto la señora que vende fritos o tamales en una esquina, cuya credibilidad es la tradición y cuyo crédito es el gota a gota, como la microempresa proveedora de algún bien o servicio, que cuenta con RUT y su capital inicial provino del Fondo Emprender o de alguna entidad financiera reconocida, son Economía Popular.

Es claro que las estrategias encaminadas al apoyo y posicionamiento de agentes de tipo informal no han de ser las mismas que las encaminadas a agentes de tipo formal. La institucionalidad gubernamental, al estar sujeta al sistema económico y político dispuesto sobre un contrato social posmoderno y capitalista, es compatible con el espectro formal e incompatible, o, mejor dicho, hostil con el informal. Así, el reto de incluir a la economía popular resulta doble: mientras se diseñan e implementan mecanismos de tipo contractual para posibilitar la creación de un mercado impulsado por recursos del Estado en el que participen unidades económicas de baja escala (por ejemplo, microempresas o asociaciones de pequeños productores agrarios celebrando contratos estatales), también se deben diseñar estrategias para fortalecer, subsidiar y, en el mejor de los casos, formalizar a agentes del espectro informal, aunque, para este segundo caso, el reto sobrepase las competencias y posibilidades de la mayoría de entidades e instituciones del gobierno.

Tampoco tiene sentido abordar los retos desde la rigidez conceptual y la voluntad limitada que propende el statu quo. El cambio requiere dinamismo. Tratar de hacer cosas nuevas aplicando a pie juntillas las viejas y comunes formas sólo puede resultar en no hacer nada. Sin perder de vista que para modificar el sistema no hace falta destruirlo, pero sí hace falta enfrentar sus rigideces integrales que se ven transformadas en obstáculos.

El cambio es reconciliar el pasado con el futuro. Aunque eso implique un presente de grandes retos y luchas. Un estado comprometido no sólo con el crecimiento económico del país que regenta sino, además, y principalmente, con el desarrollo económico del mismo, será fuerte y estable. Y sólo así es posible la paz. Por ejemplo, si se le exige formalización y, por tanto, pago de impuestos a la vendedora ambulante que opera en la vía pública, habría que revisar el trato al que esta se expone por parte de las autoridades encargadas de espacio público en nuestras ciudades, y, por otro, dado que el Estado destina el grueso de sus recursos a compras y contratos celebrados con empresas medianas y grandes (multinacionales en muchos casos), habría que revisar la manera de procurar la inclusión y mayor participación de las micros y pequeñas; de no hacerlo, en los dos casos, el contrato social estaría roto, y la inclusión de la economía popular se quedará en buenas intenciones. El cambio es la posibilidad de ser un mejor y más eficiente Estado garante de derechos para sus habitantes y, por consiguiente, un mejor país.