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Editorial & Columnas

Me caí de la silla

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Por: Gerardo Angulo Cuentas

No fue una caída épica, ni producto de un accidente de tránsito, ni mucho menos una lucha heroica contra un destino adverso. Fue algo tan banal como ridículo: me caí de la silla. El artefacto que debería sostenernos en nuestra rutina diaria decidió recordarme que la gravedad nunca descansa, que Newton sigue vigente y que, en el fondo, los humanos no somos más que carne frágil colgando de huesos todavía más frágiles.

El golpe dolió menos que la constatación: somos increíblemente vulnerables. Y lo peor no es romperse un hueso, sino romperse la ilusión de control. Una silla puede convertirse en verdugo; un resbalón, en epitafio. Nadie espera que el fin llegue con la frase: “se sentó demasiado rápido y la silla lo traicionó”. Y, sin embargo, sería un final bastante democrático: a todos nos podría pasar.

Nos preparamos para enfrentar las grandes batallas de la vida —un examen, una cirugía, una crisis económica—, pero casi nunca para lo cotidiano. La silla rota, el escalón que no vimos, la cáscara de guineo que alguien dejó en el suelo. Son los pequeños detalles los que nos ponen al borde del abismo, a centímetros del suelo o, en casos menos amables, a centímetros de la tumba.

En esa caída comprendí que no se trata solo de reírse de uno mismo, aunque la risa es necesaria. Se trata de aceptar que las sillas —metáfora de nuestras certezas, trabajos, relaciones o seguridades— siempre tienen un tornillo flojo. Creemos que estamos firmes hasta que la vida nos hace ¡tracatrá! Y entonces descubrimos que la estabilidad es solo un préstamo temporal, con fecha de vencimiento incierta.

¿La lección? Quizá no sea revisar las patas de todas las sillas antes de sentarnos, ni obsesionarnos con la prevención total (imposible). La lección es más brutal: somos frágiles, y está bien serlo. Porque en la fragilidad habita la conciencia, y en la conciencia, la oportunidad de levantarnos con una mezcla de dignidad y sarcasmo.

Así que sí, me caí de la silla. No es el peor accidente que se pueda tener, pero tampoco el mejor ensayo de inmortalidad. El suelo estaba sucio, mis manos rojas y adoloridas, el pantalón arrastrado, la dignidad un tris magullada y el ego bastante lesionado. También estaba Rafael, el joven que me auxilió.

Un día después, aquí sigo, escribiendo, con un humor negro que me susurra: “La próxima vez no será la silla… será la vida misma, y ahí sí no habrá quién te recoja”.

¿Tú qué piensas?