Editorial & Columnas
Haciendo trizas el techo de cristal…
Por: Gerardo Angulo Cuentas
Tengo un amigo que vive en El Difícil, Magdalena, y que me dice siempre: “Hermano, usted sabrá mucho de educación y de innovación, pero de mujeres sé yo.”
Hoy quiero demostrarle a ese amigo que yo sí sé de mujeres. No desde los libros ni desde las aulas, sino desde la experiencia de haberlas visto sostener el mundo mientras nosotros creemos estar dirigiéndolo. Escribir esta columna es, para mí, un acto de desarme personal: una forma de quitarme la coraza protectora que, de buena fe, me colocaron mis abuelas y los colegios de los padres eudistas y agustinos. Esa coraza que enseñaba a “cuidar” a las mujeres, pero que en el fondo las limitaba. Esa coraza que llamamos machismo, y que hoy dejo a un lado para escribir sin blindajes, con gratitud y admiración.
En la reciente consulta del Pacto Histórico, Patricia Caicedo Omar se convirtió en la mujer más votada al Senado. Su victoria no fue solo electoral: fue simbólica. Patricia rompió el yugo de los apellidos, el peso del hermano, la sombra de un liderazgo heredado. Durante años se habló de ella como “la hermana de”, y sin embargo, con paciencia, preparación y trabajo, demostró que puede ser la líder de. No le regalaron nada. Se abrió camino en un escenario áspero, donde la política suele perdonar los errores de los hombres, pero no las aspiraciones de las mujeres. Su triunfo es una grieta luminosa en ese techo de cristal que durante décadas ha mantenido a tantas mujeres bajo el poder masculino. Patricia no solo representará al Caribe en el Senado: representa a todas las mujeres que decidieron ser protagonistas de su historia y no personajes secundarios en la de otros.
Desde la Gaira profunda, hay una nueva generación que empieza a escribir su propia versión del cambio. Una de sus voces es la de Yamilex Charris Polo, una joven líder que ha hecho de la sostenibilidad y el emprendimiento social sus banderas. Su historia no se cuenta con cifras, sino con coherencia. No viene de las élites ni de las cúpulas, sino de los barrios y las veredas donde la esperanza tiene nombre de mujer. Yamilex ha trabajado con comunidades que transforman residuos en recursos, con mujeres que convierten la necesidad en negocio y con jóvenes que encuentran en el ambiente una causa común. Su liderazgo es distinto: no impone, acompaña. No promete, construye.
En la consulta del Pacto Histórico, más de nueve mil votos le dieron un lugar entre las candidaturas más votadas del Magdalena. Pero detrás de cada voto había una historia compartida, una confianza tejida día a día, una sonrisa que reconocía en ella la sinceridad de quien sirve sin buscar aplausos.
Cuando Yamilex habla de desarrollo sostenible, su voz suena a río limpio, a manglar protegido, a emprendimiento femenino. Representa a una generación que entendió que el poder no es gritar más fuerte, sino escuchar mejor. Y, sobre todo, encarna un legado: el de una madre que nunca buscó figurar, pero que le enseñó con el ejemplo que servir también es gobernar.
Esa madre es la vieja Toña. No tiene redes sociales ni aparece en fotografías de campaña. Vive en el anonimato, pero su luz alcanza donde las cámaras no llegan. La vieja Toña no pidió nunca un micrófono ni una curul. Su escenario ha sido la vida misma: la cocina encendida al amanecer, la ropa lavada al caer la tarde, los hijos estudiando gracias a los sacrificios que nadie vio. Mientras otros soñaban con títulos, ella soñaba con cuadernos. Mientras otros acumulaban bienes, ella acumulaba esfuerzo. No rompió el techo de cristal con discursos, sino con ternura y constancia. Lo fue resquebrajando a golpes de amor, de dignidad y de trabajo silencioso.
A fuerza de madrugones y de fe, la vieja Toña sacó adelante a cuatro hijos, entre ellos Yamilex, la que hoy levanta la voz por las mujeres y por la tierra. Y sin saberlo, cada paso de Yamilex es una prolongación del camino que su madre allanó con sus manos. La vieja Toña nunca ha querido brillar. No tiene vocación de escenario ni de aplauso. Su fortaleza brilla más en el anonimato. Ella no quiere poder, quiere servicio. Y es precisamente por eso que su ejemplo ilumina más que muchas luces públicas: porque demuestra que la humildad también puede ser una forma de grandeza.
En un país donde los poderosos hablan de igualdad mientras otros la practican en silencio, la vieja Toña es un recordatorio de que la revolución más profunda se libra en las casas, no en los congresos. Cada hijo que forma, cada nieto que inspira, cada gesto de amor que repite va haciendo trizas el techo de cristal desde abajo, desde el corazón mismo de la vida cotidiana.
Patricia rompió el yugo visible. Yamilex siembra el futuro con esperanza. Y la vieja Toña sostiene, sin buscarlo, los cimientos de ambas. Ellas comparten un hilo invisible: el de la mujer que no pide permiso para existir, servir y transformar. Mientras algunas buscan brillar, ellas alumbran sin proponérselo.
Yo, que crecí creyendo que el machismo era una forma de respeto mal entendido, hoy escribo esta columna sin coraza. Porque he aprendido que el verdadero respeto a las mujeres no consiste en protegerlas, sino en reconocerlas.
Y si mi amigo de El Difícil me repitiera hoy aquella frase de siempre — “Hermano, usted sabrá mucho de educación y de innovación, pero de mujeres sé yo”— yo le respondería con una sonrisa tranquila: “Sí, hermano. Ahora también sé de mujeres. De las que no nacieron en cuna de oro, de las que levantan a los suyos con las manos y el alma, de las que no buscan brillar, pero alumbran todo lo que tocan.”
Y sé de muchas más. Sé de maestras que han enseñado sin pizarras, de enfermeras que han curado sin reconocimiento, de campesinas que han sembrado sin descanso, y de científicas, activistas y madres que, como la vieja Toña, siguen rompiendo el techo de cristal sin cámaras ni titulares.
Ojalá el espacio me alcanzara para nombrarlas a todas. Pero en su honor, me basta con escribir esta columna sin coraza, sabiendo que, aunque el periódico tenga límites, la gratitud hacia ellas no los tiene.
¿Tu que crees?
