Columnistas
El espejismo del desarrollo, una crisis que se agrava con cada Licencia de Construcción que se expide

Santa Marta, ciudad próxima a cumplir 500 años, se ha convertido en un laboratorio involuntario: exhibe las contradicciones entre un modelo de desarrollo acelerado y la sostenibilidad ambiental, y la función social y ecológica de la propiedad privada parece diluirse ante el implacable avance de las torres de concreto y la lógica del beneficio inmediato.
Por: Víctor Rodríguez Fajardo
Santa Marta experimenta hoy un fenómeno sin precedentes en el mercado inmobiliario colombiano. Según datos de Camacol, durante 2024 se vendieron 5.439 unidades de vivienda, de las cuales el 86% corresponde a vivienda turística. Este dinamismo ha convertido a la capital del Magdalena en «la ciudad con mayor dinámica inmobiliaria en el país», con niveles de valorización que alcanzan hasta el 30% desde el lanzamiento hasta la entrega de los proyectos.
Sin embargo, esta prosperidad aparente enmascara una realidad alarmante: mientras las ‘torres del corone’ se multiplican, los sistemas de acueducto y alcantarillado de la ciudad colapsan sistemáticamente, debido a que fueron dimensionados para una población menor y su infraestructura hoy es obsoleta.
El artículo 58 de la Constitución Política vigente, establece con meridiana claridad que «la propiedad es una función social que implica obligaciones. Como tal, le es inherente una función ecológica». Este precepto, lejos de ser una simple declaración retórica, constituye una transformación profunda del concepto tradicional de propiedad, pasando de un derecho absoluto e individualista a uno que exige de los propietarios responsabilidades con la comunidad y el ambiente.
La Corte Constitucional ha reiterado innumerables veces este mandato como «un límite al ejercicio del derecho económico de la propiedad, en tanto le exige al titular del derecho la protección ambiental, la prevalencia del interés general, la salvaguarda de los derechos ajenos y la equidad». Sin embargo, la realidad en Santa Marta evidencia una aplicación selectiva de este principio constitucional, donde la función ecológica parece disolverse frente a la presión del mercado.
En ese sentido, la sentencia T-290 de 2024 de la Corte Constitucional representa un punto de inflexión en esta crisis que se agrava con cada Licencia de Construcción que se expide. El alto tribunal, al analizar la situación de uno de los barrios más exclusivos de la ciudad, documentó cómo el desbordamiento de aguas residuales genera «olores nauseabundos y presenta organismos patógenos y bacterias que producen diversas enfermedades», afectando directamente derechos fundamentales como la salud, la intimidad y el ambiente sano.
Lo más preocupante de este caso en concreto, que puede ser el mismo en muchas zonas de la ciudad, no es solo la emergencia sanitaria, sino su causa estructural: «la saturación de obras inmobiliarias que hicieron colapsar el sistema de alcantarillado». La Corte fue contundente al señalar que existen elementos de valor y juicio conforme a los cuales la Essmar habría emitido certificaciones sobre disponibilidad de servicios públicos «que podrían ser falsas, con lo cual se habría agravado el problema de rebosamiento de aguas residuales».
Este deterioro institucional agrava exponencialmente la problemática urbana. En octubre de 2024, la Superintendencia de Servicios Públicos Domiciliarios; entidad del orden nacional que mantiene intervenida a la Essmar desde 2021; emitió un comunicado alertando sobre «posibles casos de corrupción que se estarían presentando por falsas promesas de intermediación en contratos con la empresa».
Según la entidad, «personas inescrupulosas están ofreciendo supuestos servicios de intermediación y manifiestan cercanía o relaciones con altos funcionarios de la Superservicios, con el fin de solicitar dinero, beneficios, comisiones y otros servicios». Este fenómeno de corrupción en la expedición de certificados de disponibilidad de servicios públicos no es un asunto menor. Estos documentos, requisito indispensable para obtener licencias de construcción, constituyen la puerta de entrada al desarrollo urbano y deben certificar que la infraestructura existente puede soportar nuevas edificaciones.
Cuando estas certificaciones se emiten fraudulentamente, comprometen no solo la integridad administrativa sino también, la viabilidad misma de la ciudad. Aquí habría que exigir la responsabilidad, así sea moral, de los Curadores Urbanos, quienes a juicio de buen cubero cumplen una función meramente burocrática y confirmativa, legalizando lo que, como ha dicho la Corte y la Superservicios, es ilegal. ¿Acaso no ven lo poco factible que son muchos de los edificios a los que han dado vía libre en el último tiempo? ¿Acaso no ven el deterioro progresivo del sistema de acueducto y alcantarillado por cuenta de sus Licencias de Construcción? En un futuro no muy lejano la sociedad les enrostrará su poco sentido común.
El desarrollo inmobiliario descontrolado no solo compromete la infraestructura urbana, sino que vulnera directamente la función ecológica de la propiedad, exacerbando problemas como la escasez de agua potable y vertimiento de aguas residuales, sin contar con el colapso total de algunas vías, casi siempre la única entrada y salida de los grandes complejos habitacionales. Oportuno resulta entonces, traer a colación lo establecido por la jurisprudencia constitucional en torno a este interés, el cual, «tiene dos dimensiones: la limitación al titular del derecho de propiedad de no afectar de manera negativa al medio ambiente aun cuando el propietario sea particular o público y los deberes calificados del Estado de proteger al ambiente».
La Corte Constitucional ha sido enfática al instituir que «la propiedad privada como un factor de poder y riqueza» está sujeta a condiciones que incluyen «función social, función ecológica, prevalencia del interés general sobre el interés particular y distribución equitativa de las cargas y beneficios». No obstante, en Santa Marta, la balanza se ha inclinado sistemáticamente hacia el interés particular, relegando los principios constitucionales a meras declaraciones retóricas.
Esta situación no es espontánea: es el resultado de años de gestión deficiente y supervisión laxa. La Essmar y la Alcaldía de Santa Marta reconocen la «vulnerabilidad y necesidades de nuestro sistema de alcantarillado», pero las soluciones siguen siendo insuficientes frente a la magnitud del problema. El secretario de infraestructura del distrito ha admitido que las pérdidas de agua en Santa Marta «llegan al 70%», una cifra alarmante que evidencia el deterioro sistémico de la infraestructura.
La crisis de Santa Marta nos obliga a replantear fundamentalmente nuestra comprensión del desarrollo urbano, en el entendido de que el ordenamiento jurídico que permite a los Curadores Urbanos otorgar licencia sin comprobar en terreno lo dicho en los documentos que mecánicamente analizan; como hemos dicho; también se aleja de manera evidente de la noción individualista del derecho de propiedad privada, adoptando una postura basada en la solidaridad.
Esta transformación conceptual debe materializarse en políticas públicas concretas y en una nueva ética urbana que motive a los Curadores a vigilar desde su posición la sujeción de las grandes edificaciones a estos principios fundamentales del estado moderno y la propiedad privada y elimine de tajo comportamientos delictivos como el cohecho. En el entendido de que el verdadero desarrollo no puede medirse exclusivamente en metros cuadrados construidos o en la valorización del suelo.
La ciudad está ante una disyuntiva ineludible: persistir en un modelo que genera exclusión y deterioro ambiental, o asumir la función social y ecológica de la propiedad como principio rector del ordenamiento territorial. La jurisprudencia constitucional es clara: «cuando el interés privado entra en conflicto con el interés público, debe prevalecer este último».
Santa Marta, ad portas de sus 500 años, tiene la oportunidad histórica de reorientar su desarrollo hacia un modelo que armonice el crecimiento económico con la sostenibilidad ambiental y la justicia social. El desafío no es técnico, sino ético y político: recuperar la primacía del interés público y la vigencia efectiva de la función social y ecológica de la propiedad. Solo así el desarrollo dejará de ser un espejismo y se convertirá en una realidad compartida por todos los samarios.
