Editorial & Columnas
El precio del resentimiento: cómo la izquierda populista convirtió la división social en estrategia de poder
Por Harold Castañeda Robles
El populismo de izquierda en Iberoamérica ha sido presentado como la encarnación del pueblo frente a las élites, una respuesta redentora al neoliberalismo y la desigualdad estructural. Sin embargo, bajo su retórica de justicia social y soberanía nacional, diversos movimientos han tejido una red de tácticas sistemáticas que combinan manipulación emocional, control mediático y, en algunos casos, alianzas con actores criminales o irregulares. Este entramado, lejos de fortalecer la democracia, ha contribuido a la consolidación de estructuras autoritarias que erosionan las instituciones y fracturan el tejido social.
Desde Caracas hasta Buenos Aires, pasando por La Paz, Managua o Bogotá, el patrón se repite con matices locales: la creación de un enemigo interno, el uso del discurso del odio para movilizar a las masas y el empleo del aparato estatal como instrumento de control. Lo que en su origen fue un proyecto de transformación social terminó, en numerosos casos, transformando la democracia en un campo de lealtades ciegas y polarización extrema.
El discurso del pueblo contra la élite: la narrativa de la división
El populismo de izquierda iberoamericano se construye sobre una lógica de antagonismo: el pueblo virtuoso frente a la élite corrupta. Esta narrativa, inspirada en las teorías de Ernesto Laclau y radicalizada en el siglo XXI, ha sido la piedra angular de los gobiernos de Hugo Chávez, Evo Morales, Gustavo Petro, Rafael Correa o los Kirchner. Su eficacia radica en la emocionalidad: convierte el resentimiento en una fuerza política, apelando a la indignación moral de los excluidos
La izquierda populista ha sabido aprovecharse de las minorías sociales convirtiéndolas en un pilar simbólico y emocional de su narrativa política. En lugar de integrarlas plenamente en un proyecto plural, las utiliza como emblemas del “pueblo oprimido” frente a la “élite opresora”, transformando su frustración histórica en un motor de movilización. Al enfatizar el dolor, la marginación y las injusticias sufridas por estos grupos —ya sean indígenas, campesinos, obreros, grupos LGBTIQ o feministas—, logrando canalizar el resentimiento colectivo como energía política, apelando a la indignación moral de los excluidos y reconfigurando su identidad alrededor de la confrontación con el sistema. La retórica de defensa de las minorías se convierte así en una herramienta de control político, donde el resentimiento reemplaza al debate y la emoción sustituye a la razón crítica, consolidando una sociedad polarizada que gira en torno al culto del líder y la narrativa de redención revolucionaria
En Venezuela, Hugo Chávez convirtió esta lógica en doctrina de Estado. Su discurso “ellos contra nosotros” no solo legitimó la exclusión de la oposición, sino que institucionalizó el antagonismo como forma de gobierno. En Bolivia, Evo Morales articuló una narrativa étnico-política que colocó a los pueblos indígenas como el “pueblo originario” frente a la oligarquía blanca y empresarial, refundando el Estado sobre esa base simbólica. En Argentina, el kirchnerismo trasladó la lucha al plano urbano, oponiendo a los trabajadores y movimientos sociales frente a las corporaciones mediáticas y financieras.
En Colombia Gustavo Petro ha convertido la lógica del antagonismo —la dicotomía entre “el pueblo” y “la élite”— en una doctrina de Estado al trasladar su discurso de campaña al ejercicio del poder. Desde su llegada a la presidencia, ha utilizado el aparato institucional y la comunicación oficial para presentar las reformas sociales, energéticas y laborales como una “batalla del pueblo contra los privilegiados”. En múltiples alocuciones, ha retratado al Congreso, a los gremios empresariales y a los medios tradicionales como parte de una “oligarquía” que bloquea el cambio, mientras convoca movilizaciones populares para defender sus políticas desde la calle, posicionando al Estado mismo como actor militante en una cruzada moral contra sus opositores.
El resultado fue la transformación del debate político en una batalla moral, donde disentir equivale a traicionar al pueblo. Este proceso, que inicialmente pretendía empoderar a los sectores marginados, ha terminado consolidando la polarización como herramienta de gobernabilidad.
Alianzas oscuras: entre la revolución y el crimen
El sostenimiento del poder en los regímenes populistas ha requerido alianzas más allá de las urnas. En algunos casos, los vínculos con actores criminales o armados han sido funcionales a la estrategia de control territorial o a la financiación política.
En Venezuela, la relación entre el chavismo y sectores militares leales al régimen devino en un entramado de poder paralelo. Investigaciones internacionales han vinculado al llamado Cartel de los Soles—una red de altos mandos militares implicados en narcotráfico—con estructuras del Estado que facilitan la salida de drogas hacia el Caribe y África. La connivencia entre aparato militar y criminalidad organizada se justificó bajo el discurso de la “defensa de la soberanía” frente al imperialismo, mientras se consolidaba un Estado mafioso disfrazado de revolución social.
En Colombia, el gobierno de Gustavo Petro ha impulsado la política de “Paz Total”, una ambiciosa iniciativa que busca negociar simultáneamente con guerrillas, disidencias y bandas criminales. Aunque la retórica apunta a la reconciliación nacional, críticos señalan que esta estrategia abre espacios de legitimación política para organizaciones involucradas en narcotráfico y minería ilegal, ofreciendo beneficios judiciales y económicos desproporcionados
En Nicaragua, Daniel Ortega ha utilizado la alianza con el aparato policial y parapolicial para sofocar la disidencia, mientras sectores empresariales han sido cooptados o forzados a alinearse con el régimen. Cuba, por su parte, mantiene una estructura política sustentada en la vigilancia, la represión y una economía informal controlada por redes vinculadas al Estado militar.
Estas alianzas, implícitas o explícitas, revelan una constante: la revolución necesita del control territorial y del miedo tanto como del apoyo popular. La frontera entre lo político y lo criminal se diluye cuando la lealtad al líder se convierte en la principal fuente de legitimidad.
El aparato estatal como maquinaria de manipulación
Los gobiernos populistas de izquierda han hecho del Estado no solo un instrumento de redistribución, sino una poderosa máquina de legitimación simbólica. La comunicación política, transformada en propaganda permanente, refuerza la narrativa del líder como redentor del pueblo.
En Venezuela, Aló Presidente se convirtió en un espacio de culto político: Chávez no solo gobernaba, sino que actuaba, enseñaba y sermoneaba. Su sucesor, Nicolás Maduro, heredó esa maquinaria de propaganda que incluye cadenas obligatorias, redes de medios estatales y el uso masivo de redes sociales para desinformar. El resultado ha sido un ecosistema mediático donde la verdad es moldeada al servicio del poder.
En Bolivia, la estructura comunicacional del MAS replicó el modelo chavista, convirtiendo la figura de Evo Morales en sinónimo del Estado. La crítica fue criminalizada bajo el argumento del racismo o la “traición al proceso de cambio”. En Argentina, el control narrativo se expresó a través del financiamiento de medios afines y la estigmatización de periodistas críticos, etiquetados como parte de “los poderes concentrados” o “el enemigo mediático”.
Pen Colombia, Petro ha usado la comunicación y los actos oficiales para fundir su narrativa con la voz del Estado: en la ONU convirtió la lucha climática en una cruzada moral —“potencia mundial de la vida”— vinculando el fin de los combustibles fósiles con la salvación de la humanidad desde el atril presidencial, no como opinión partidista sino como postura de Colombia ante el mundo. Y, en la guerra entre Hamás e Israel, anunció en un acto público del 1.º de mayo la ruptura de relaciones diplomáticas y luego ordenó suspender exportaciones de carbón a Israel, decisiones difundidas y legitimadas por los canales gubernamentales como si fueran parte de una misma misión ética del Estado, reforzando su relato y descalificando a los críticos.
La instrumentalización de la pobreza y el asistencialismo político
La promesa de justicia social ha sido otro pilar de legitimación. Programas de transferencia condicionada —como Misiones Bolivarianas, Bolsa Família o Asignación Universal por Hijo— fueron presentados como conquistas revolucionarias. Sin embargo, en varios casos, estos instrumentos se transformaron en mecanismos de clientelismo político.
En Bolivia, el control del aparato estatal permitió al Movimiento al Socialismo (MAS) distribuir empleos públicos como forma de lealtad partidaria, consolidando una red clientelar entre sindicatos y funcionarios
En Venezuela, los beneficios sociales se otorgaban mediante el carnet de la patria, una herramienta de control político y social.
Petro ha instrumentalizado la pobreza y el asistencialismo en Colombia a través de reformas tributarias presentadas como favorables a la clase trabajadora, pero que trasladan una mayor carga fiscal al “sector productivo” para financiar gasto social —como la tributaria de 2022, que incrementó la carga sobre los de mayores ingresos—, a la vez que su narrativa asocia esas transferencias con la defensa del “cambio”. Este enfoque se ha correlacionado con una fuerte caída de la inversión privada (-25%), lo que previsiblemente tensiona la creación de empleo formal y refuerza la dependencia de la ciudadanía del Estado como proveedor, más que como garante de reglas para producir y trabajar.
Polarización, erosión institucional y el precio del poder
El populismo de izquierda transformó la polarización en método de gobierno. El antagonismo permanente justificó la concentración del poder, debilitó los contrapesos institucionales y socavó la independencia judicial.
En Venezuela, la manipulación de referendos y el sometimiento del Poder Judicial permitieron a Chávez y luego a Maduro perpetuarse. En Ecuador, Rafael Correa utilizó la Asamblea Constituyente para reformular la estructura institucional, neutralizando a la oposición y extendiendo su mandato. En Nicaragua, Ortega eliminó la alternancia al convertir la democracia en una dictadura personalista.
En Colombia, la lógica de antagonismo que enfrenta “pueblo” y “élite” ha alimentado una polarización que traslada las disputas del Congreso a la calle y tensiona los contrapesos democráticos, mientras el discurso oficial identifica enemigos y plebiscita las reformas; en paralelo, la desaceleración y una caída de la inversión privada (25%) encarecen el empleo formal y empujan al Ejecutivo a sostener legitimidad vía asistencialismo o contratación estatal. En este contexto, Petro ha explicitado su intención de impulsar una Asamblea Nacional Constituyente para sortear lo que denomina un “bloqueo institucional” y reconfigurar el orden constitucional de 1991.
A nivel discursivo, la retórica del “pueblo contra la élite” sirvió para deslegitimar toda crítica, incluyendo la de la sociedad civil, los periodistas y las ONG. En este clima, la democracia participativa degeneró en plebiscitaria, y la soberanía popular se transformó en un instrumento para la obediencia.
Conclusión: Resistir la manipulación emocional
La izquierda populista iberoamericana logró canalizar el malestar social, además justificado por los incesantes abusos de la clase gobernante, contra un modelo neoliberal que generó exclusión y desigualdad. Pero en su intento por sustituir una hegemonía por otra, terminó utilizando las mismas armas que criticaba: la manipulación, la concentración del poder y el silenciamiento del disenso.
La lucha entre “pueblo y élite” se convirtió en un espejismo que encubre redes de corrupción, alianzas oscuras y prácticas autoritarias. En nombre de la justicia social, se instauraron regímenes que confunden la lealtad con la virtud y la crítica con la traición.
Frente a ello, el desafío ciudadano no es reemplazar un caudillo por otro, sino recuperar la capacidad crítica, el pluralismo y la independencia frente al poder. Solo una sociedad informada y consciente de las tácticas emocionales de manipulación podrá evitar que el resentimiento siga siendo la moneda política con la que se compra la democracia.
