Editorial & Columnas
Cuando una niña descubre el mundo: la alegría de ver a mi hija aprender a leer, escribir y soñar
El paso de Fabiana Victoria por el preescolar fue un viaje complejo y hermoso que no habría sido posible sin la dedicación de las profesoras del Colegio Cristiano Corazones Felices. Ellas despertaron en mi hija el interés por la lectura, las preguntas y el sentido del estudio. Su paciencia, firmeza y cariño acompañaron cada trazo difícil, cada sílaba conquistada y cada duda que se transformó en un asombro nuevo.
Por: José D. Pacheco Martínez
La vida suele regalar momentos de claridad en los lugares más inesperados. Uno de ellos ocurre cuando un niño, con apenas cinco años, empieza a descifrar el mundo mediante la lectura, la escritura y las primeras conquistas del lenguaje. Ver a mi hija Fabiana Victoria graduarse del ciclo preescolar me obliga a detenerme en ese milagro cotidiano: el de una niña que descubre que las palabras no son solo sonidos, sino caminos para entender la realidad. Y, al mismo tiempo, el de un padre que comprende que educar también implica volver a aprender lo esencial.
Nada de lo que hoy escribo es sencillo para ella. Nada ha llegado sin esfuerzo. A mi edad, leer y escribir son movimientos mecánicos, reflejos adquiridos hace décadas. Sin embargo, cuando observo a Fabiana tomar un lápiz, noto que detrás de ese gesto aparentemente simple existe una lucha silenciosa: ajustar los dedos, controlar el pulso, seguir el ritmo del dictado sin que la mano duela. Allí, en ese pequeño combate fisiológico, se revela la dimensión humana de aprender. Lo que para un adulto es rutina, para un niño es conquista.
Cada vez que la veo inclinarse sobre el cuaderno, recuerdo que la educación no empieza con nociones abstractas, sino con el cuerpo. Aprender agota, duele, exige y, por momentos, frustra. Pero también ofrece la alegría más limpia: la de descubrir que uno puede hacer algo que antes parecía imposible. Ese instante —cuando una letra sale más clara, cuando un renglón ya no se pierde, cuando una palabra aparece completa por primera vez— es una victoria que ningún indicador educativo logra capturar.
Fabiana vive ese proceso con una mezcla de timidez y coraje. Se esfuerza, se concentra, borra y vuelve a escribir sin quejarse. A veces sonríe. A veces guarda silencio, como si negociara con sus propias manos el avance de cada trazo. En esas escenas, tan pequeñas y tan trascendentes, descubro una enseñanza que olvidamos en la velocidad adulta: no hay aprendizaje genuino sin paciencia. Y no hay paciencia sin amor.
Su maestra me cuenta que ha avanzado notablemente: que lee con más seguridad, que reconoce palabras, que empieza a entender la lógica de las frases. Yo la observo en casa descifrando cuentos, inventando historias para sus muñecas, señalando letras en los avisos de la calle como si cada una fuera una pieza secreta de un mapa que solo ella puede armar. Es un privilegio ser testigo de esa expansión del mundo interior de una niña.
Pero lo que más me conmueve no es solo su creciente dominio del lenguaje, sino el ritmo íntimo con el que ella misma construye su relación con el conocimiento. Fabiana no corre. Se toma su tiempo. Aprende a su manera. Y en ese proceso reafirma algo que a veces olvidamos quienes acompañamos a niños pequeños: el objetivo no es que se ajusten a nuestras expectativas, sino que descubran quiénes son mientras crecen.
En estos meses también entendí que la educación temprana no consiste únicamente en desarrollar habilidades básicas. Consiste en cultivar la curiosidad. En sembrar preguntas. En permitir que aflore esa chispa que lleva a un niño a mirar el cielo y preguntarse por qué las nubes cambian de forma, o a observar una hormiga y tratar de entender cómo puede cargar algo más grande que ella. La curiosidad infantil es la expresión más pura de la inteligencia humana, y también la más frágil. Si se desatiende, se apaga.
Quizás por eso me emociona tanto escucharla cuando habla de lo que quiere ser cuando grande. No hay vacilación en su voz. Con la seriedad de quien anuncia algo trascendental, me dice: “Quiero ser médica y cirujana.” No lo dice como un juego. No lo dice como una fantasía pasajera. Lo dice como quien ha descubierto una palabra nueva que desea explorar hasta el final. Y aunque no sé qué caminos tomará su vida, me maravilla la fuerza con la que afirma ese deseo.
Tal vez Fabiana intuye, en medio de su mundo pequeño, que estudiar sirve para algo más que cumplir tareas. Tal vez ya entiende que el conocimiento permite sanar, acompañar, proteger, transformar. O tal vez solamente sabe que aprender la hace feliz y que la medicina es una forma de cuidar a los otros. En cualquier caso, escucharla decir que quiere ser médica y cirujana es una confirmación luminosa: la curiosidad —esa inquietud intelectual que mueve al mundo— ya late en ella.
Mientras se prepara para recibir su diploma de preescolar, la miro con una mezcla de orgullo y gratitud. Orgullo por su disciplina y su ternura. Gratitud por recordarme que educar, al final, no es moldear, sino acompañar. Ella seguirá creciendo, equivocándose, descubriendo nuevas preguntas. Yo seguiré aprendiendo a escucharla.
Y quizás un día, cuando tome un bisturí o lea un libro de anatomía, recuerde que todo comenzó con un lápiz que dolía, con una letra temblorosa y con la valentía de una niña que aprendió a nombrar el mundo.
