Editorial & Columnas
Adiós a la gallera de Eginaldo Hasbum
Con la decisión de la Corte Constitucional, se extingue una tradición que reunió generaciones en torno a la crianza de gallos y al bullicio del combate. La sociedad avanza, pero el Caribe despide con nostalgia una práctica que marcó identidades.
Por: José D. Pacheco Martínez
Desde que tengo memoria, las galleras fueron en San Luis Beltrán algo más que un pasatiempo: eran una cita obligada con la emoción, la apuesta y el orgullo de los criadores. Recuerdo, como si aún pudiera sentir la tierra húmeda bajo los pies, la gallera que fundó el difunto Eginaldo Hasbum. Fui testigo de su construcción desde ceros, del ruido de los martillos, del olor a madera fresca, y de la vida que poco a poco tomaba forma en ese círculo de ladrillos y tablas.
Allí aprendí a cuidar la casi media centena de gallos que se entrenaban para la pelea, con la disciplina que exigía su crianza y la atención celosa que recibían de quienes los considerábamos parte de un linaje. En esas tardes, hombres de todas las edades llegaban al lugar: campesinos, comerciantes, políticos, hasta personajes influyentes de la cultura y la economía regional. La gallera era un punto de encuentro, una especie de plaza pública donde se respiraba camaradería y rivalidad a la vez. El grito del público al ver cruzarse dos gallos, con espuelas de carey o fibras de 17, 19 y hasta 20 líneas, marcaba el inicio de un ritual que, para muchos, representaba identidad y pertenencia.
Hoy, con la reciente decisión de la Corte Constitucional que ratifica la prohibición de galleras, corridas de toros y corralejas, se cierra de manera definitiva una página de esa memoria. No hay espacio para equívocos: jurídicamente es una decisión vinculante y culturalmente representa un giro en la manera en que concebimos el trato hacia los animales. Lo que antes era un espectáculo celebrado, hoy se entiende como un acto de crueldad que la sociedad ya no tolera.
Es inevitable sentir tristeza. No por el combate en sí —que cada vez resulta más difícil de justificar—, sino por el cierre abrupto de una tradición que en pueblos como el mío funcionó como tejido social, como reunión de afectos y hasta como motor económico. El adiós a las galleras es también el adiós a una forma de encuentro que marcó generaciones.
Pero más allá de la nostalgia, conviene advertir los efectos que esto tendrá en las grandes galleras del país, donde no solo se generaban espectáculos, sino también un negocio paralelo de compraventa de animales de lujo destinados al mejoramiento de “la cuerda”. Esa economía, con todo lo que implicaba en apuestas, cría y prestigio, tendrá que reinventarse en un contexto donde ya no es posible justificar que dos animales se maten por diversión humana.
La Corte ha hablado y el país avanza hacia un horizonte distinto, en el que el respeto por la vida animal prima sobre la tradición. Para quienes nacimos y crecimos con las galleras como parte del paisaje cotidiano, la noticia tiene un sabor agridulce. Se va una costumbre que nos acompañó durante décadas, pero se abre también la posibilidad de construir nuevas formas de encuentro cultural que no estén cimentadas en la violencia.
Quizás, como sociedad, nos corresponde ahora transformar esa pasión en expresiones que honren la memoria sin perpetuar el sacrificio.
