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Metrópolis

¿Y cómo herir a aquel que llega a mí herido?

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Por: Luis Gutiérrez

¿Y cómo herir a aquel que a mí ya llega herido? No hay que olvidar que desde 1999, Venezuela empezó a vivir un inquietante genocidio que poco a poco fue cocinándose a fuego lento. Asimismo, esta democracia mancillada ha sido el ejemplo perfecto de lo que muchísimos países pertenecientes al cono Sur no quieren pasar a convertirse. La centralización del poder militar en instituciones farmacéuticas, bancarias, agropecuarias, comunicacionales como también en productoras y distribuidoras de alimentos, contribuyó al desabastecimiento integral de una población que, por medio de una estupenda retórica, cedió a viles engaños.

Para nadie es un secreto que América Latina, digamos, desde el marco de las revoluciones criollas hasta el presente, ha intentado construir su propio camino a partir de las consignas de “civilización y progreso” que los países de occidente convinieron en venderle; todo esto, por supuesto, a través de la economía, la cultura, la política, el consumo. Sin embargo, con el paso del tiempo, no es difícil advertir nuestro fracaso en cada etapa que hemos pretendido imitar. De existir un destino único para América Latina, no lo encontraremos jamás en la historia que la razón imperante ha erigido; muy seguramente dicho destino devendrá de los ríos que surcamos, de la tierra que aramos o de los bautizos que a las montañas damos. La verdadera autonomía del pueblo reside en los cálidos corazones que izan banderas de libertad, no en las mesas largas y vetustas donde se gestionan decisiones burocráticas en favor de un bien minoritario.

La promesa de un caudillo popular y carismático adherido a una ideología con proyectos de crecimiento colectivo es lo que a menudo ha moldeado el sentido común de las masas. Pensemos por un levísimo momento en los antiguos líderes que, a golpe de discurso, se perpetraron en el poder durante mucho tiempo mediante un aliento positivo y multitudinario que luego sería castigado con el mismo látigo que, en un principio, había estado apuntado al invasor, nunca al devoto… ¿No es ese el caso de algunas dictaduras barbáricas y sanguinarias? Tal es el ejemplo de Venezuela, uno de los países que en un pasado no tan lejano había sido el más próspero del continente con la mayor reserva de petróleo en el mundo, una joya invaluable de recursos naturales. En ese sentido, surge esa incertidumbre bastante evidente que, sino todos, al menos la mayoría se lo habrá cuestionado en su momento: ¿Cómo es posible que Venezuela enfrente hoy una de las mayores inflaciones de la historia, aproximada a la de Alemania en 1923 o a la Zimbabue a finales del 2000? Casi parecería una cosa de película, incluso un juego infame de los sueños, o debería decir, de las pesadillas.

Cuando un fenómeno sociopolítico con aristas negativas se vuelca sobre una población, es inevitable que, en torno a esta, se produzca cierta crisis moral, lo que hace posible que la segregación y la marginalidad sean legítimas para aquellos que, de una forma u otra, participan en el espectáculo. El esencial arraigo que las personas experimentan hacia una pequeña porción de tierra determinada por líneas imaginarias refuerza en sus mentes los conceptos de chovinismo y patrioterismo, dando como resultado un impenetrable muro de insensibilidad con respecto a las atrocidades humanas que se viven lejos de nosotros. Ello me ha llevado a creer que a lo mejor el factor de proximidad sea imprescindible para despertar la atención de alguien. El amplio circuito de los medios de comunicación figura un eje fundamental en este tipo de asuntos, pues además de nutrirnos con toneladas de basura y paranoia, los medios se encargan también de agendar el compromiso ético de una Nación, permitiendo así que algunos comportamientos tiendan a ser socialmente aceptados; la estigmatización, la xenofobia, la agresión física o verbal

Sobre estos últimos aspectos, con firmeza y puntualidad, deseo reflexionar. El masivo éxodo de venezolanos ha conmocionado a todo el panorama internacional. En realidad, es prácticamente imposible hablar de un sólo país en América Latina que no se haya visto afectado de alguna manera por las olas migratorias. Según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) los asentamientos donde se registran mayor flujo de ciudadanos con nacionalidad venezolana son en Colombia, Chile, Ecuador, Brasil, Perú, y más allá, EE. UU y España. Esta incesante diáspora ha logrado incomodar a ciertos sectores en materia de economía, ejercicio laboral y seguridad, por lo que la expresión xenófoba tiende, en ocasiones, a acentuarse bravamente. Casos concretos como el incendio provocado deliberadamente en una vivienda donde residían 31 venezolanos refugiados en Boa Vista el día 5 de febrero del 2018 o el caso de una campaña xenofóbica en Panamá, celebrada en agosto del 2017, la cual premiaba con un 50% de descuento sobre bares y clubes nocturnos a aquellos panameños que agredieran físicamente a un venezolano cuando se le viera deambulando por las calles.

Cabe destacar que, lo mencionado hasta aquí, no abriga el propósito de victimizar o salvaguardar a la comunidad venezolana. Naturalmente, como ya debe saberse, una justa cantidad de los actos xenofóbicos protagonizados a plena luz del día responde al llamado de la violencia que—y esto sería absurdo negarlo—se ha intensificado a gran escala debido a la desconcertante avalancha de inmigrantes que huyen de la muerte, del hambre. Y fue exactamente esa la terrible realidad que afrontó Ecuador el 19 de enero del 2019, cuando el asesinato de una mujer embarazada a manos de un joven venezolano en la ciudad de Ibarra llevó a que los ecuatorianos fabricaran su propia justicia, desencadenando un imparable linchamiento que acabó con la vida del asesino. Por otro lado, en Colombia, la atmosfera no es diferente. Durante el mes de febrero del 2018, una voz comenzó a desperdigarse en la localidad de Subachoque, Cundinamarca, la cual refería amenazas de muerte para los venezolanos moradores en la zona. Dicho mensaje se produjo luego de que un hombre, venezolano, en efecto, asesinara a su pareja sentimental para así proceder a suicidarse. No se trata, pues, de culpar o exculpar a alguien en este complejo escenario sino de la misión humanitaria que debemos asumir y practicar los unos con los otros.

Desdichadamente, he tenido la oportunidad en mi país de atestiguar un sinnúmero de situaciones desgarradoras, tanto de venezolanos que arriban a distintas ciudades en circunstancias espantosas como de colombianos que, sin motivo alguno, terminan pagando con su vida la perversidad de otros. Por consiguiente, no atisbo un futuro favorecedor en lo que concierne a ambas partes; es el mismo círculo vicioso de siempre. De acuerdo con lo anterior, valdría la pena traer a colación un episodio bastante particular, quizás hoy dormido en las dunas del pasado, pero, en definitiva, a veces es necesario desandar un poco para ver desde lejos todo eso que de cerca se nos hace imperceptible. En la década de los 50 y 60, y más aún, en los 70 y 80, el éxodo de colombianos que visualizaban a Venezuela como una patria próspera y llena de infinitas posibilidades concurrían incansablemente, ya fuera por el forzado desplazamiento que ocasionaba la guerra o por el ‘boom’ petrolero que elevó el ingreso per cápita y la asistencia educativa adicionada a otras condiciones.

A pesar de todo, pareciera que lo bueno jamás pesara sobre lo malo. Muy a menudo oigo por las calles comentarios dispersos que, sin duda, responden a un resentimiento guardado, a un oscuro refrán: ‘ojo por ojo, diente por diente’. Y, sinceramente, no creo que sea prudente discutir contra eso porque es verdad que, a mediados del 2015, tras haberse declarado el llamado estado de excepción, la población colombiana asentada en los municipios fronterizos de Venezuela fue violentamente expulsada por el gobierno de Nicolás Maduro. Resumiendo, se estima que fueron 23.738 personas que tuvieron que retornar a casa. Fue así como ocurrió en La Invasión, un barrio popular del estado de Táchira. Las técnicas operativas con las que se llevó a cabo tal destierro son aberrantes para cualquiera que entienda las violaciones a los Derechos Humanos. Básicamente, estas técnicas consistían en marcar las viviendas con la letra ‘D’, que obedecía a una salvaje demolición, o la letra ‘R’, que representaba un plan de revisión, medidas que, si lo pensamos detenidamente, simbolizaron los procedimientos sistemáticos movidos por el antisemitismo que el Tercer Reich implementó en los domicilios judíos antes de que se diera inicio a una de las más cruentas guerras de la historia.

Otra de las expresiones belicosas que más abunda en los ciudadanos colombianos y que acarrea un miedo inenarrable e injustificado, suele uno escucharla de pasón en el autobús, de camino a casa o en los pasillos del supermercado, de espaldas a una estantería: “¡Los venezolanos nos están robando el empleo!”, vocifera la gente con un dejo de resentimiento en la punta de sus labios. En primer lugar, hay que señalar que la antedicha afirmación carece por completo de fundamentos verídicos. Tengamos en cuenta lo siguiente: basado en los informes de la oficina de Migración Colombia, hasta septiembre del 2018 habría 1.032.016 venezolanos en el país, regulares y en proceso de regularización, cifra que, desde el 2010, fue subiendo como la espuma, empezando con una imprevista cantidad de 5.302 venezolanos, proporción que se mantendría medianamente estable en los años posteriores, no obstante, la crisis empeoraría en el 2017 acumulando una suma de 184.087 venezolanos, y más todavía, en el 2018, con un total de 769.726.

Ahora bien, si nos apoyamos en el esquema expuesto y realizamos un brevísimo parangón con las tasas de desempleo presentadas por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE), notaremos—y con qué sorpresa—cuán distante ha estado la verdad de lo que cotidianamente se comunica. Para el 2010, año en que masivamente comenzarían a llegar los venezolanos, la tasa de desempleo en Colombia, a su inicio y término, oscilaba en un 14,62% y 11,12% mientras que, durante el 2018, repitiendo el examen anterior, los cálculos arrojarían para este periodo un 11,76% y 9,72%, porcentajes que se contrastarían con todos los años comprendidos entre 2010 y 2018. Visto así, no parece haber demasiada diferencia, y de haberla, vendría siendo mínima, acotarían algunos.

Poco antes de que fuéramos ‘invadidos’, el paisaje del que gozábamos no era para nada mejor que el hoy apreciamos, de hecho, si saltamos hacia atrás y volvemos al ejercicio reciente, encontraremos un nuevo cuadro que, vinculado con los resultados anteriores, nos procuraría una visión más precisa de lo que intento dejar en claro. Tomemos entonces una muestra equiparable, del 2001 al 2009. Siguiendo los registros del DANE, en el 2001, a su inicio y término, la tasa de desempleo fluctuaba en un 16,69% y 13,84% y para el 2009, los valores documentados apuntaban a un 14,25% y 11,31%. Sopesando el curso del análisis efectuado, podría concluir indicando que no hay pistas fidedignas que responsabilicen a los venezolanos del ascenso o descenso de la tasa de desempleo que existe en Colombia. Esto, con toda seguridad, desmantelaría la absurda frase de: “¡Los venezolanos nos están robando el empleo!”, aunque no tan absurda puesto que, en el fondo, tengo razones suficientes para sospechar el origen de aquellas palabras monótonas y engorrosas que día a día se reproducen de boca en boca, sin descanso.

Al andar por las calles empolvadas o pavimentadas de cualquier ciudad o pueblecito de Colombia se observa un creciente acopio de empleo informal, especialmente en los departamentos que más han sido golpeados por las olas migratorias, es decir, Norte de Santander, La Guajira, Cundinamarca, Atlántico, Magdalena, Arauca, Bolívar, Valle del Cauca, Antioquia y Cesar. Considerando un boletín técnico gestionado por la Gran Encuesta Integrada de Hogares (GEIH) y el DANE, en el trimestre correspondiente a los meses de septiembre, octubre y noviembre del 2018, se identificó una mayor dimensión de informalidad en las ciudades que se citarán ordenadamente: Cúcuta (70,1%), Santa Marta (63,3%) y Sincelejo (65,6%) Por otro lado, las ciudades con menor dimensión de informalidad fueron: Manizales (38,8%) Medellín (41,5%) y Bogotá (42,0%)

En síntesis, podría decirse que la proliferación de venezolanos en los sitios públicos de cada ciudad ha servido para alimentar un síntoma de neurosis en las personas, llevándolas a la idea de que: “si los dejamos entrar, la peste del chavismo entrará a hurtadillas, detrás de ellos”, pero eso no significa que pretendan robarse el país. Si lo meditamos con calma, reconoceremos que la mitad de los residentes en Colombia se halla en un estado de ilegalidad, por lo que apostar a un puesto de trabajo dentro de alguna institución, les resultaría complejo, y si nos enfocamos en la otra mitad, pienso que no estaría equivocándome al admitir que una gran fracción de esta padece de injurias xenofóbicas, de conductas desdeñosas.

Si estrictamente reducimos nuestras relaciones a los problemas planteados hasta este punto, no nos quedará más que una reciprocidad del odio, una incurable afección en el núcleo de la moral colectiva, y vaya uno a saber por cuánto tiempo, pero la pregunta esencial—lejos de todo pensamiento presuntuoso—sería, a mi parecer, la que expondré a continuación: ¿Es realmente ese germen congénito lo que aspiramos legarles a estas naciones hermanas a largo plazo? La historia se ha encargado de demostrarnos incalculables veces que la ruptura de los unos con los otros encarna el producto final de la deshumanización y la barbarie sin límites.

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