Columnistas
El dulce y discreto encanto de la grosería
Por: Óscar Cormane Saumett*
Los más importantes tratadistas de comunicación, Austin entre ellos, coinciden en señalar que al hablar no sólo decimos algo sino que también hacemos cosas. Una de esas cosas, es insultar.
El insulto cumple una función prioritaria dentro de la comunicación. Es innegable que en ocasiones necesitamos insultar, y lo podemos hacer de distintas maneras: utilizando formas sutiles, disfrazadas; apoyándonos sólo en el tono de nuestra voz; o usando palabras especializadas en herir o subestimar a nuestros congéneres, es decir, haciendo uso de las llamadas “malas palabras”o groserías.
En nuestra lengua, las groserías poseen una carga semántica única, que no podríamos transmitir si las reemplazáramos con otras expresiones. Verbigracia, si en una situación determinada nos molestare el comportamiento imprudente de alguien, para reprochárselo, tenemos dos opciones. O bien le decimos “estás actuando de manera censurable y poco inteligente”, o recurrimos a una grosería: “Ábrete cuadro… ábrete… Te la estás cagando, malparido”…
Si bien las dos alternativas planteadas se refieren a la poca capacidad intelectual del individuo, la segunda expresión refleja mayor énfasis en el defecto, y sobre todo, haberlo dicho de esa manera, produce mayor satisfacción en el hablante.
Negar la importancia de soltar algunas groserías ocasionales, es intentar “tapar el sol con un dedo”. Las malas palabras, o las expresiones grotescas, representan una válvula de escape para la tensión por la que pasamos en determinados momentos.
Al insultar, descargamos nuestro enojo, nuestra impotencia, nuestro dolor. Por tanto, el insulto cumple una función catártica en el ser humano. Es la manifestación explícita de cierta carga agresiva de la persona que lo profiere. Admitamos con sinceridad, que luego de haberlo expresado, más allá de posibles sentimientos de culpa que pudiere generar, una cipote sensación de alivio nos invade, simplemente, porque pudimos expresarnos sin el maquillaje impuesto por normas sociales y lingüísticas, inventadas por una carrandanga de hipócritas académicos.
Vale anotar, que en el lenguaje escrito la presencia de insultos ha sido común. Así lo evidencia una ligera revisión de la literatura y la poesía a través de distintas épocas. La obra del español Francisco de Quevedo, es particularmente rica en el tema.
Las expresiones insultantes han sido organizadas, básicamente, en tres estadios:
Las que comparan al hombre con los animales
Las que giran en torno al sexo
Las que tienen a la madre como objetivo central
Pero algunas veces las cosas no son lo que parecen. Me referiré a un insulto muy común en nuestro medio: Pendejo, del latín pectinículos, de pecten-inis: Pelo que nace en el pubis. (El cuento de la pendejera tiene su razón de ser)
Es obvio que cuando empleamos tal expresión, no nos referimos a su connotación original. Le damos el sentido de “estúpido”, o señalamos a alguien “muy menso”. ¿Cómo llegamos a ese significado? Si partimos de su denotación primaria, tenemos que un vello púbico resulta insignificante, pero nos remite a lo obsceno, lo sexual y lo escatológico. De tal forma, que decirle pendejo a alguien, es rebajarlo al nivel de un vello púbico. (Es el mismo caso de expresiones como “eres una mierda”)
En la actualidad, la Real Academia presenta como primer significado de esta palabra, su denotación antigua: pelo que nace en el pubis. En segundo término, “hombre cobarde y pusilánime”, y en tercer lugar, la acepción referida al intelecto: “hombre tonto y estúpido”.
Claro que algunos insultos, a fuerza de ser empleados repetidamente contra alguien, pierden credibilidad y se vuelven intrascendentes… Por eso, a los insultos hay que consentirlos, conservarlos y sacarlos al ruedo de modo contundente en el momento preciso…
*Escritor, periodista y compositor fallecido a quien rendimos homenaje con la publicación de sus escritos.
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