Columnistas
Matar al mensajero
Parece imposible que los periodistas tengamos siempre la culpa de todo
Hace un cuarto de siglo que se desintegraba la Unión Soviética. Sólo un periodista polaco, Víctor Zorza, barruntó unos meses antes en la prensa británica que podía producirse la implosión del Estado comunista, y aunque fue un agujero negro informativo, habría sido injusto cargar con esa culpa a los medios occidentales. Pero no ha dejado esa defunción de producir resultados sobre nuestra vida diaria.
A lo largo de los 90 comienza a comercializarse el PC y con ello la introducción de Internet en nuestras vidas. Son dos realidades casualmente paralelas, pero que se nutren recíprocamente. La desaparición del coloso soviético hace como que baraja las cartas de nuevo suprimiendo una de las dos columnas de la bipolaridad. Súbitamente las alianzas se recomponen, Polonia puede demostrar que su amor de toda la vida es Estados Unidos, desaparece el Pacto de Varsovia pero permanece la OTAN, lo que constituye el más apto comentario sobre quien ganaba la Guerra Fría. Y el resultado de todo ello es una más que pasable confusión internacional. No tan distinta es la situación en la que Internet suma a ese dúo que llamamos comunicación/información. El mundo estalla e Internet viene a enredar aún más la madeja.
A una escala notable pero menor, tenemos la extensión del fenómeno Donald Trump con el interminable maremágnum de afirmaciones y desmentidos que ha suscitado en la red; y ya en el microcosmos de lo español, el contubernio de los padres de Nadia Nerea y su acumulación de capital para fines nada santos. Y en ambos casos se ha sostenido que la prensa ha faltado básicamente a sus obligaciones profesionales.
En lo tocante a Moscú sólo un avispado periodista anticipó algo y si no hubiera pasado nada, nadie le habría llamado la atención. El asunto Trump hay que reconocer que es más serio. Toda la prensa anglosajona, internacional y del establecimiento europeo creía con algo muy parecido a la unanimidad que la vencedora de las elecciones presidenciales norteamericanas sólo podía ser la candidata demócrata Hillary Clinton. Es cierto que puntualmente se publicaban las encuestas que, si semanas antes de la fecha electoral, el 8 de noviembre, daban todavía una ventaja entre cinco y 10 puntos a la esposa de Bill Clinton, se iban apretando hasta quedarse en la víspera entre 1,5 y 3 puntos, aunque siempre en favor de la candidata. Y ocurre que el cómputo general está dando ya cerca de tres millones más de votos populares a Hillary que al magnate de los negocios, lo que no niega la legitimidad de su victoria, puesto que se calcula por votos de Estado o electorales, pero que restablece el crédito básico de la encuestología.
Donde sí falló, en cambio, la prensa mundial es en entender cuál era la auténtica conexión de Trump con el público norteamericano, cuanto más popular y mediobajero, mejor. Los medios no vieron como había un hartazgo del business as usual que representaba la señora Clinton; un hastío de los tejemanejes de la política con minúscula que representaba Washington; y que, a su manera atrabiliaria, grosera, pero efectiva, sí que representaba Donald Trump, el candidato republicano a quien unos meses antes nadie daba la menor oportunidad de victoria.
En el caso mucho más modesto, de Nadia Nerea la bola de nieve creció, sin embargo, tanto como para que hubiera sido lógico que algún medio se interesara por tan rápida acumulación de dineros para un fin aparentemente noble, pero por dilucidar. Pero, al mismo tiempo, las radios y televisiones no dejan de cultivar casi permanentemente ese mercado de la caridad civil, con lo que la confusión existe como humus natural. Y, sea como fuere, hoy, los medios escrutan, desmenuzan, persiguen a los padres, reales o fingidos, que ni eso está claro, de la niña que sufre, eso por lo menos parece cierto, una enfermedad rara.
En buena parte de ambos casos, la reacción del público ha sido la de matar al mensajero, y la verdad es que me parece imposible que los periodistas tengamos siempre la culpa de todo.
Una columna de Miguel Ángel Bastenier para El País
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