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Una historia de feminicidio

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El día que me mataron desperté a las 5:30 de la mañana. Escuché el despertador, lo apagué una vez y me acosté sobre el pecho de mi esposo. «5 minutos más», murmuré y sentí su mano apretar mi cintura. Volvió a sonar el despertador, me besó la frente y nos levantamos.

Puse mis dos pies sobre el piso, me estiré. Llegamos al gimnasio. Corrí escuchando música, cargué pesas. Sentí la fuerza de mis piernas y mis brazos. Me bañé rápido, sin reparar demasiado en nada. Sequé mi cuerpo, mi pelo.

Si hubiera sabido que era la última vez, lo hubiera hecho con más calma. Me vestí: pantalón negro, blusa blanca, blazer azul marino y unos tacones. Mi pelo rubio, lacio, caía sobre mis hombros. Camino al trabajo mi esposo y yo reíamos, mientras el pequeño espejo del auto reflejaba mis cejas y mis ojos al maquillarme. Bajé del auto, besé a mi esposo. «Te amo, nos vemos en la noche». Entré a la oficina, saludé a mis compañeros. Un café, hablamos de las noticias. Una junta, una llamada.
A las 12 le mandé en un mensaje a mi esposo: «Creo que saldré tarde. ¿Puedes hacer la comida? Te amo». «¡Claro! Échale ganas; te amo». Respondió. Mi padre me llamó y no pude contestarle. Dieron las 8, seguía en la oficina. Cansada. A las 10 pedí un taxi.
«Ya voy a la casa», escribí Subí al taxi. Revisé las placas. La cara del conductor coincidía con la de la aplicación. No me saludó, sentí un escalofrío pero lo dejé pasar. Estaba cansada, quería llegar a casa. Comencé a desconocer el camino.
Calles cada vez más oscuras y la mirada perdida del chofer me hicieron darme cuenta de lo que ocurría. Intenté abrir la puerta, no lo logré. Sentí pavor. El conductor se detuvo.
Dieron las 12. En casa mi esposo esperaba nervioso en la sala. Marcaba a mi número que incesante lo mandaba a buzón. Pensó en llamar a mi padre pero no quería asustarlo. Mi perra, impaciente, miraba la puerta. Las 5:30 de la mañana: sonó el despertador pero mi esposo no había dormido nada. Salió a buscarme, llegó a la oficina. «Salió a las 10:20 de aquí, señor» Llamó a mis padres.
Una foto en redes sociales: «Amigos, con mucho dolor les pido ayuda. No encuentro a mi esposa. Salió de la oficina y no llegó a casa. 29 años, pelo rubio, lacio, a los hombros. Pantalón negro, blusa blanca, blazer azul marino y unos tacones.»
Comentaron:
«Seguro anda con el amante»
«Se fue de puta»
«Así son todas» «Ojalá la maten»
«Pasen el pack»
Me buscan. Me juzgan. La angustia crece por horas. Suena el teléfono.
«Hemos encontrado algunas prendas en un terreno baldío. Coinciden con las de su esposa». Mi madre pega un grito. Mi pelo, enredado en un matorral señala el lugar del encuentro. Mi cara, mutilada. Mis brazos, cortados. Mis piernas, mordidas sin un pedazo de piel.
Mis pies, desaparecieron. Mi sexo, destrozado. «Es ella». Mi padre se ahoga en llanto. «Está destrozada». Mi hermano llora. «Estaba en una bolsa» Mi esposo golpea una pared. Mis piernas ya no corren. Mis ojos no se reflejan en el espejo. Mis pies no se apoyan en el suelo.
Y a mi esposo, le entregan mis pedazos. Les piden que no griten, que no lloren, que ya se ha hablado mucho de feminicidios, que no quemen todo. Pero lo queman todo. Yo hubiera quemado todo.