Columnistas
La Sierra Nevada de Santa Marta: el lugar más hermoso del mundo

Por: Ricardo Villa Sánchez
En 1902 cuando se iba a firmar el tratado de Neerlandia, me contaron mis abuelos que en ese tiempo, el edecán de Rafael Uribe Uribe, era mi bisabuelo Mariano Olarte Lince.
Al parecer él cuando llegó a Cienaga, con la comitiva de las tropas liberales, miró hacia arriba, vio a la Sierra Nevada de Santa Marta, el lugar más hermoso del mundo, entonces buscó al estafeta, le entregó una carta en la que así le escribiría a su primo hermano Francisco Luis, cuando seguramente le diría: ven acompañarme, que acá hay futuro. Y allí se quedó, al punto que por ser un hombre de libre pensamiento y buenas costumbres es donde reposan sus restos; después de dejar sus recuerdos de Rionegro, Antioquia, a su familia, hasta, dicen, que herencias y deudas, lo dejó todo, para soñar en nuestra serranía más alta del mundo que nace del mar Caribe.
Entre las nubes y los manzanares, que aún persisten, transcurrió su vida.
Allí creció mi abuela Carmen, caminando entre los cafetales que sembraron, con esa vista que abre el pensamiento, con el agua de sus ríos y quebradas que bajan hasta el mar, comiendo moras silvestres, bajo la sombra de las guaduas, de la mano siempre de su hermano Jorge, si, el mismo que crió a Jaime Bateman.
Con el tiempo heredó una parte de estas extraordinarias tierras, su madre, Adriana Blanco Zúñiga, la suertuda que se ganó tres veces la lotería, que enviudaría, y extraño a su época, volvería a casarse con Quintiliano Giraldo, otro arriero que llegaría con los Olarte, nacerían otros hijos, que quisimos mucho y ya no están en este mundo; luego vino la crisis, poco a poco perdieron sus tierras, algunas las sostuvo mi abuelo materno José Abraham Sánchez Trujillo, uno de los fundadores del Unión Magdalena, y quizás la persona más sabia y trabajadora que he conocido, que dejó el hambre del liceo, como cantaría Escalona para irse a sembrar café en la Sierra, papayos, banano y plátano, en otras tierras, y tal vez apicultura en Villa Concha, al final un tío persistió en la vida cafetera, y ya no nos queda casi nada, más que la memoria.
Después siguieron otras bonanzas que trajeron las violencias, que se han sofisticado, y esa es otra historia en la que estamos tratando de incidir en que cambie, así como lo quisieron mi padre Ricardo Villa Salcedo y mi abuelo Salvador Villa Carbonell, descendientes del ‘Chispero de la Revolución’, desde otras tribunas.
Es un cuento del gallo capón, que quizás se repite entre muchos orígenes. Puede parecer macondiano, o anecdótico. A pesar de tantas aristas, queda la idea, no sólo entre cuatro generaciones de mi familia, sino es una realidad fáctica, de que en la Sierra Nevada de Santa Marta y sus alrededores, tierra del agua y de las aves, de los nevados, de la magia, del equilibrio, la madre de la riqueza, lar anímico y espiritual, en el que no solo hay belleza, historia, cultura, conocimiento ancestral, sino alternativas de cambio, que podrían ser propósitos comunes que generen esperanza.
El gran pacto por la Paz, en la Sierra Nevada de Santa Marta, nace de nuestra esencia, de nuestra gente, de nuestras creencias y saberes, mitos y leyendas, de nuestros indígenas, colonos nacionales y extranjeros, de los campesinos, de los dueños de la tierra y de los que se las han despojado, de las víctimas, y hasta de los victimarios, de los científicos e innovadores, de los sanadores, entre etnias y civilizaciones, de los pensadores y soñadores, como Mariano, o de los Aurelianos, nostálgicos, alegres, y emprendedores, de los que luchan cada día por vivir mejor, de los que creen que nuestra respuesta es la vida, o que como también escribiría Gabriel García Márquez: las estirpes condenadas a cien años de soledad siempre tendrán una segunda oportunidad en este mundo.
Por esto, y por mucho más, sabemos que la Sierra Nevada de Santa Marta es el corazón del mundo y nosotros, entre todos, podemos contribuir a que sea el corazón de la Paz con justicia social y ambiental.
