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¿Quién se queda con las llaves del silencio?

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La actual mayoría de la Asamblea del Magdalena, que se presenta como antagonista tanto del actual como del anterior gobierno, eligió un Contralor que actúa en contravía de los discursos anticorrupción que pregonan sus mismos promotores. La opacidad institucional, la ausencia de sanciones y la inacción frente a casos evidentes de corrupción administrativa revelan una paradoja mayor: nuestros órganos de control parecen diseñados —y quienes los dirigen, entrenados— no para vigilar, sino para administrar la impunidad.

Por Víctor Rodríguez Fajardo

Pocas cosas resultan tan desconcertantes como constatar que quienes se autoproclaman como opositores de un proyecto político no solo terminan replicando sus prácticas, sino facilitando su supervivencia. Esa es, en resumen, la situación que vivimos hoy en el Magdalena. Lo digo con la frustración de quien ha agotado los canales institucionales para obtener información básica, y ha recibido a cambio una respuesta vacía, protegida por fórmulas jurídicas, blindada por la “reserva legal” y cuidadosamente redactada para no comprometer a nadie.

Como ciudadano y periodista, formulé un derecho de petición a la Contraloría Departamental. Pregunté por los informes de auditoría a la Gobernación entre 2022 y 2024, por los procesos de responsabilidad fiscal derivados de esas auditorías, por el estado de las investigaciones contra exgobernadores como Caicedo y Martínez, y —sobre todo— por los dineros públicos efectivamente recuperados. La respuesta fue una maniobra evasiva: adjuntos sin sustancia, afirmaciones genéricas, procesos “antes de imputación” y un uso estratégico del formalismo jurídico para eludir cualquier compromiso con la verdad o con la rendición de cuentas.

No es solo que no haya condenas. Es que ni siquiera hay voluntad de incomodar. La Contraloría responde para no decir nada y si se sigue la lógica de sus voluminosos informes, audita para archivar: siempre habla de hallazgos, pero nunca de responsables. Por eso dicen cada tanto en reuniones a las que asisto, que el ‘órgano de control’ se comporta más como una notaría que como un verdadero vigilante de los recursos públicos.

Pero lo más desconcertante no es el encubrimiento de quienes han gobernado, sino, la complicidad pasiva de quienes hoy tienen el deber y la oportunidad de actuar. Porque lo paradójico —y lo inaceptable— es que el actual Contralor fue elegido por una mayoría en la Asamblea que se autodefine como opositora tanto del gobierno departamental en curso como del anterior. Una mayoría que ha hecho del discurso anticorrupción su consigna, pero que impuso a un funcionario cuya gestión desmiente cada palabra de esa narrativa.

Ver respuesta de Petición Víctor Rodríguez Fajardo

Todos esos políticos de ‘oposición’ con y sin curul en la Asamblea, se han ‘opuesto’ públicamente a los nombres, pero no al modelo. Y ahí radica una de las tragedias institucionales del Magdalena, pues, mientras se multiplican los debates, las tutelas, los comunicados incendiarios, los enfrentamientos verbales y las maniobras jurídicas por el control de la mesa directiva, lo esencial permanece intacto: nadie toca los intereses de fondo.

Hay fuerza para disputar el poder simbólico dentro del recinto, pero no para enfrentar con seriedad a quienes han manejado el departamento como una hacienda personal. Uno esperaría que, una vez ganadas esas batallas políticas, los vencedores actuaran con decisión. Que se impulsaran investigaciones, que se exigiera información precisa, que se denunciara con rigor. Pero no. Lo que vemos es un ciclo repetido de ruido sin consecuencia. De opositores que al llegar al control de la institucionalidad se vuelven funcionales a la inercia que decían combatir. Está consolidada mayoría no ha intentado aplicar la moción de censura a los funcionarios, con lo cual, los validan como una buena administración.

Carlos Caicedo y sus muchachos, mientras tanto, siguen moviéndose con ventaja. Sus adversarios se desgastan entre sí, y cuando por fin tienen el poder para investigarlo, dudan, se enredan, posponen. No le temen a su proyecto, sino a lo que puede desatarse si se tocan los expedientes con nombres propios. Nadie quiere cargar con el costo político de empujar los procesos que están listos para avanzar. Se le crítica, se le enfrenta, pero se le deja vivir. Siempre le dan aire. Siempre le abren un compás para reorganizarse.

Y es ahí donde la Contraloría adquiere valor: no por lo que hace, sino por lo que permite evitar. Tener una Contraloría bajo control es la forma más eficaz de garantizar que nadie moleste. De allí la disputa permanente por su jefatura, el celo por conservar la mayoría en la Asamblea, las tutelas cruzadas, los llamados a la Procuraduría. ¡Todo gira en torno a quién garantiza el silencio institucional!

En esa lógica, la transparencia se vuelve un estorbo, la vigilancia del erario, una molestia y, la ciudadanía, un actor decorativo. Los órganos de control, lejos de ser una garantía democrática, se han transformado en parte del botín burocrático y mientras tanto, los recursos públicos se siguen ejecutando sin contrapesos reales.

A estas alturas, debo admitir que Álvaro Uribe tenía razón cuando propuso eliminar las contralorías territoriales. En su momento, muchos rechazamos la idea por temor al centralismo. Hoy, viendo cómo operan entidades como la del Magdalena —inertes, cooptadas, impermeables al escrutinio ciudadano—, resulta difícil no reconsiderar esa propuesta. Un órgano de control que no controla, que no informa, que no recupera recursos y que no sanciona, es un gasto innecesario.

Claramente, la solución no es entregarle ese poder al Ejecutivo, sino rediseñar el sistema de control fiscal desde sus cimientos: profesionalizarlo, blindarlo del clientelismo, imponer mecanismos reales de rendición de cuentas. Porque no podemos seguir aceptando que los mismos que se reparten los contratos se repartan también la vigilancia.

Diputados, gobernador, funcionarios y contratistas deben entender algo elemental: los recursos del Magdalena no les pertenecen. Son del pueblo. Y el pueblo tiene derecho a saber quién los malgastó, quién los investiga, y si algún día ese dinero volverá. No es mucho pedir. Es apenas lo justo.

 

Posdata:

A propósito de la próxima elección de contralor departamental, la Asamblea del Magdalena, competente funcional para este procedimiento, haría bien en responder algunas preguntas básicas, si es que su compromiso con el control fiscal va más allá de los espectáculos y salidas en falso ante cámaras y micrófonos:

  1. ¿Para qué un contralor de bolsillo si el que impusieron hace tres años no ha ofrecido resultados concretos en materia de sanciones, recuperación de dineros ni defensa del patrimonio público?
  2. ¿Cómo explican que los informes oficiales del actual contralor —designado por una mayoría supuestamente opositora— califiquen como “eficiente y eficaz” en sus informes de auditoria la gestión de un gobierno acusado públicamente en la Asamblea de corrupción sistemática?
  3. ¿Van a seguir reciclando el discurso anticorrupción mientras imponen fichas que auditan sin molestar, informan sin revelar y concluyen sin responsabilizar?
  4. ¿Qué han hecho, más allá de los comunicados y enfrentamientos verbales, para exigir acciones concretas ante la inoperancia de la Contraloría y la sospechosa pasividad de sus titulares?
  5. ¿Por qué se niegan a incorporar el superávit de 2024 al presupuesto en ejecución, cuando eso obstaculiza proyectos que beneficiarían al propio departamento que dicen representar?
  6. ¿La disputa en la Asamblea es por el control institucional o simplemente por quién se queda con las llaves del silencio?
  7. ¿Le temen a la reacción del caicedismo, o a las verdades que saldrían a flote si por fin se decidieran a abrir los expedientes con nombres y apellidos?

En fin, ¿será que los órganos de control no están para controlar, sino para controlar quién no debe ser controlado?