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Metrópolis

Tanella Boni: La negritud del paraíso

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Tal vez la historia y su historia estaban detrás de las palabras que le iba soltando en un avión aquel hombre que dijo llamarse Amédée-Jonás Dioeusérail y quien en un momento de euforia gritó: “Los negros nunca irán al paraíso”. Ella, una escritora, lo escuchaba, y mientras lo escuchaba, se devolvía a su niñez, lloraba, anhelaba. Él hablaba y, como si dijera quiero agua, recordaba que mucho, mucho tiempo atrás, había violado a una niña de doce años en Korhogo, Costa de Marfil. Dijo “Le hice un hijo” para suavizar su pecado, y luego explicó que se encontraba lejos, muy lejos de su mundo, de su vida, y que estando tan lejos, simplemente hizo lo que jamás se le habría ocurrido hacer en su mundo. Igual, era consciente de que jamás se lo perdonaría, de que no había justificación posible para una violación. La escritora que lo oía era Tanella Boni. Y la historia sería Los negros nunca irán al paraíso.

Dioeusérail decía dos, tres palabras, y callaba. Miraba a lo lejos, muy lejos, por la ventanilla del avión, quizá para huir de la mirada de su interlocutora. Después retornaba a su historia y a su culpa, su gran culpa, mientras ella lo observaba, intentando no juzgarlo porque ella era una escritora y no una jueza, aunque hubiera sido una niña también, y como niña hubiera conocido otras tantas historias similares, cuyos victimarios eran hombres como el que tenía al lado. Hombres insaciables, hombres dioses que disponían de quien quisieran y de la forma que se les antojara. En África, diría una y cientos de veces, las mujeres eran algo más, sólo un poco más, que utensilios, usables y desechables, y era necesario, urgente, abogar por su dignidad, por inculcarle a la sociedad, a toda la sociedad, que la mujer tenía derechos y era la esencia de la humanidad, que era una igual y que no se la podía avasallar.

Anédée-Jonás Dioeusérali le confesó que toda su vida, absolutamente toda, la había construido para lograr o lograrse un perdón. Fue sacerdote y profesor, pues con el hábito y ante un tablero se engañaba vistiéndose de dignidad y de sabiduría. Luego se escondió detrás del político, del comerciante, del empresario, de un editor que editaba libros para los más vulnerables. Se escondió detrás de sus canas y sus vestidos de corte italiano. Buscaba dejar de ser simplemente un hombre, el hombre aquél, para ser un salvador. Se volvió millonario y con sus millones, parte de ellos, trabajó con y para los más pobres entre los pobres, aquellos que nunca irían al paraíso. Iba de Europa a África y retornaba, dentro de una compleja red psicológica y social de viajes, que en el fondo no se podía salir de la relación dominado y dominador, enseñado y enseñador, dador de verdades y receptor de verdades.

Europa y África. El hombre que imponía sus condiciones y sus saberes, y el hombre que recibía porque necesitaba ese saber y más que eso, porque necesitaba vivir. Europa, o Dioeusérali, ofrecían, daban, alargaban la mano como si su gesto fuera de absoluta generosidad, pero también exigían. África y sus millares de habitantes aceptaban y sobrevivían, como lo habían hecho desde siglos atrás, y en los últimos dos, bajo la dominación francesa, de donde surgieron su nombre original, Côte d’Ivoire, su lengua, algunas de sus tradiciones, y su eterno subyugarse. Cuando Dioeusérali empezó a trabajar con la gente de su pueblo, Korhogo, lo que en realidad hacía era explotar a su pueblo, explicaría Tanella Boni en la voz de una de las mujeres de su novela: “Te da diez francos con la derecha y recupera cinco con la izquierda”.

Dioeusérali comenzó a contar su historia diciendo: “En un momento dado, un personaje contaba la historia de un lugar donde, en Costa de Marfil, había pasado yo parte de mi vida. Era una biblioteca, un despacho, una sala de reuniones, un locutorio. Algunas sombras paseaban, aquí y allá, por las paredes que rodaban la estancia. ¡Había tan poca luz! Luego, en aquel laberinto donde tanto me costaba orientarme, divisé, entre líneas, los caminos de las numerosas mujeres a las que había amado durante un día o durante varios años. Querido lector, las palabras que siguen cuentan la vida de un sexagenario, yo, editor y humanista, que trabajó para los más pobres de entre los más pobres del planeta”. Tanella Boni se encargó de ser él, y más tarde, de ser esas mujeres a las que amó, y de ponerlo todo en perspectiva y profundizar en las razones de cada quien, pues cada quien vivió la vida como pudo, como ella. Cada quien, a su manera, le encontró un sentido a su vida.

*Publicado por Fernando Araújo Vélez en El Espectador

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