Columnistas
La sangre llama

Por: Rafael Castañeda Amashta
Es muy común en la costa caribe y en gran parte del país colocar apodos a las personas, ya sea por cariño, por “mamar gallo” o por ofender. En el caso mío, la familia me llamaba “nene”, “pibe”, “chicho”, como expresiones de cariño. Los amigos del barrio no eran la excepción. Nos reuníamos a jugar fútbol o boliche en las calles y cada uno tenía su sobrenombre, que de tanto repetirlo hacía que fueran mas conocidos por el apodo, que por el nombre.
Algunos tenían un gran ingenio para colocarlos, pero les costaba aceptar cuando a ellos se los ponían. A mí me decían “guarapero” -nunca supe el motivo-, pero no me ofendía porque me lo decían sin mala intención.
En la casa de un amigo tenían viviendo a un niño, que había llegado del monte y era dos años mayor que yo. En ese entonces yo podría tener diez años de edad y cada vez que pasaba por esa casa, me gritaba: “guarapero, guarapero”. Al principio no le prestaba atención, pero con el transcurrir de los días, comenzó a desagradarme la forma retadora y burlona como me lo decía.
En una ocasión, mientras jugábamos en el barrio se acercó el niño y cada vez que yo hablaba me decía el sobrenombre en forma provocadora. Ya cansado de sus burlas y del perrateo, me quedé mirando su flaca figura como la del intestino humano y le grité lo que se me vino a la mente: “qué te pasa, tripita e pollo”. La respuesta mía causó una risa colectiva en los amigos presentes, que desagradó por completo al ofensor, quien intentó imponer su mayor edad invitándome a pelear.
Cuando eso ocurría, nadie evitaba lo que seguía ya que enseguida hacían una ronda, donde los contrincantes quedaban en la mitad del circulo, hasta que a un gracioso se le ocurría lanzar la expresión: “el que parta la patilla”, haciendo a la vez un gesto como si estuviera sosteniéndola, con una mano abajo y otra arriba. Si uno de los contrincantes aceptaba el combate, tenía que hacer como si estuviera cortando la patilla por la mitad.
Esa frase y el gesto que hacía el que la pronunciaba, se asemejaba al sonido de la campana que da inicio a los combates de boxeo y que en este caso, era el comienzo de una pelea que había que ganarla a punta trompadas y patadas.
En ese momento, recordé que mi padre me decía que había que evitar los conflictos y las peleas, pero si en algún momento era inevitable, había que defenderse sin miedo. Así que los primeros golpes los di yo, lo que me permitió sacar ventaja y ganar la pelea hasta ese momento.
Unas personas mayores que estaban cerca nos separaron y el grupo de compañeros me declaró ganador, pero cuando me retiraba, el niño me atacó por la espalda y comenzó a lanzarme trompadas, lo cual me dejó en desventaja frente a mi agresor. En ese momento y con la velocidad del rayo, apareció mi hermana en escena, quien al mejor estilo de un super héroe, le conectó unos puños en la cara a mi adversario, dejándosela hinchada en forma inmediata.
Darse trompadas con alguien era muy común en esa época, a veces solo para quitarse la rasquiñita y después de eso, seguían igual o mejores amigos que antes. Había unos más valientes que otros, pero cuando el cobarde se decidía, en ese momento, el guapo dejaba de serlo. Ese día al niño se le terminó la rasquiñita conmigo ya que después se convirtió en mi amigo y luego de un tiempo, dejé de verlo.
No sé qué influyó más, si los golpes míos o los de mi hermana, quien al intervenir en la pelea demostró que desde pequeña ha rechazado las injusticias y ha mostrado sensibilidad por las personas desprotegidas.
Siempre le he agradecido a mi hermana ese gesto valiente, a pesar que cuando íbamos de regreso a casa, me sentenció con una frase:
-Menos mal que le ganaste, porque si hubieras perdido, yo te daba más duro.

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