Columnistas
La clase política nuestra

Por: Saúl Alfonso Herrera Henríquez
Dice y sostiene a la mayoría de nuestra gente en todos los sitios en que pueden expresarse, que nuestra clase política nada en máximos niveles de incompetencia, y que esa incompetancia se percibe en máxima expresión. No asciende. No aporta. No destaca. No se hace sentir. No trasciende. Van de desmanes en desmanes. Es mediocre en grado superlativo. Arrogante. Desmesurada. Nada virtuosa. Y lo que es peor, se creen nimbados por la aureola de la intocabilidad.
Importa a propósito referir con Ruiz Cortines, que: “Cuando uno se equivoca en la elección de una persona, se generan tres consecuencias: se daña a la institución al deteriorarse el cumplimiento de sus obligaciones, se daña a la persona, pues al percibirse incompetente, entra en una crisis de identidad y sus ineficiencias se acentúan; por último, se pierde al amigo al tener que relevarlo en el cargo”. Al punto sugería Ortega y Gasset, que “Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes”.
No aprendemos de aquellos países con una clase política valiosa, dedicada a obtener y ejercer de la mejor forma el poder público con maneras específicas y puristas de practicar ese noble oficio. Entienden esos políticos que la cultura de cada pueblo determina sus características, por lo que deberíamos ser convocados, gobernados, conducidos, orientados y dirigidos siempre por una elite cierta, con usos, costumbres, tradiciones y principios acuñados en la sapiencia de los mejores devenires históricos que registra esta importante asignatura entre nosotros y en el mundo. Recurrir a la inteligencia y a lo inteligente. Ser concretos. No divagar. Superar lo deficitario. Lo estúpido; y, definitivamente hacerse competentes.
Entender que en política hay que ir a las causas, a los orígenes de los problemas a los que hay que buscarle y procurarle las mejores soluciones, no repetir, como vemos que hacen los nuestros, solo o apenas lugares comunes. Permanecen ellos en esquemas cerrados sin transmitir mensaje alguno. Tampoco aportan datos, argumentos, experiencias, pero ofrecen sí, soluciones inviables y otras que nunca llegan. No aprenden de las siempre esenciales preguntas de: qué, dónde, quién, cómo, cuándo y por qué.
Importa para todos los efectos una clase política no agotada sino vibrante, exponente de una narrativa vital, sería, coherente, cierta, que entienda o al menos se asome a todo cuanto concierne a planeación, prospectiva, estrategia. Que le llegue a la gente. Que se deje captar. Ciudadanía y comunidad están ahítas de mentiras, engaños, falsas promesas, consideraciones baladíes, “soluciones mágicas”, incumplimientos y falsedades, que las sumen en incertidumbres.
Tienen los políticos y ello es un imperativo si en verdad quieren servir bien y mejor como les corresponde, recuperar la confiabilidad perdida. Ser eficaces. Tener argumentos. Ser congruentes. Comprender de una vez por todas que agendas, itinerarios y derroteros global y nacional han cambiado, por lo que se impone superar las profundas distancias generacionales para no seguir arando en la mar.
