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Columnistas

Equivocaciones, reconocimiento y reparación

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Por: Gerardo Angulo Cuentas 

 

Recientemente me vi involucrado en una situación que derivó en la activación de un comité de convivencia. No hubo mala intención, pero eso no fue suficiente para evitar el impacto de mis actos sobre otras personas. La experiencia fue, al mismo tiempo, incómoda y profundamente reveladora. Me enfrentó a algo que muchas veces sabemos en teoría, pero evitamos en la práctica: equivocarse es parte de la vida, pero reconocerlo y repararlo es parte de crecer.

En nuestra cultura, muchas veces se asocia el error con el fracaso, con la vergüenza o con la debilidad. Desde pequeños se nos enseña que equivocarse está mal, cuando en realidad, es una de las maneras más efectivas —y universales— de aprender. El error, bien gestionado, es una oportunidad de transformación. No hay evolución personal ni colectiva sin tropiezos.

Pero no todos los errores son iguales. Algunos son internos, silenciosos, y afectan únicamente nuestras propias decisiones o proyectos. Pero hay otros errores que dejan huella en los demás: una palabra que hiere, una acción que excluye, una omisión que genera injusticia. En esos casos, no basta con la reflexión individual. Hace falta activar el proceso ético de la reparación.

El primer paso es el reconocimiento. No es fácil. Aceptar que nos equivocamos, sobre todo cuando nuestras intenciones eran buenas, requiere humildad y madurez. No se trata de autoflagelarse ni de asumir culpas que no nos corresponden, sino de tener el coraje de mirar con honestidad lo que hicimos y el impacto que tuvo.

El segundo paso es la disculpa. Una disculpa genuina no es un simple “lo siento”. Es un acto de presencia, de empatía, de apertura hacia el otro. Implica validar el dolor causado y mostrar voluntad de cambio. Una disculpa sincera no busca cerrar el tema rápidamente, sino abrir un nuevo camino de diálogo y reconstrucción de la confianza.

El tercer paso es la reparación. Aquí no sirven solo las palabras. Reparar significa actuar. A veces será devolver algo material, en otros casos será asumir públicamente el error, ofrecer tiempo, atención o servicios para remediar lo causado. En toda reparación debe estar presente la sensibilidad hacia la persona afectada: no lo que nosotros consideramos suficiente, sino lo que realmente les ayuda a sanar.

Además, es clave entender que reparar no es un acto instantáneo, sino un proceso. En algunos casos, el daño puede ser mayor al que creíamos. Por eso, el control de daños requiere escuchar, reconocer el alcance del impacto y, si es necesario, pedir orientación sobre cómo reparar. Esto exige una disposición honesta, no defensiva, y una actitud abierta al aprendizaje.

Y finalmente, el compromiso de no repetición. Aquí se pone a prueba nuestra verdadera transformación. Decir “no volverá a pasar” no basta si no hacemos ajustes reales en nuestra forma de actuar. Cambiar hábitos, revisar actitudes, pedir acompañamiento o establecer límites más claros pueden ser parte de ese compromiso. La coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos es el mejor indicador de que tomamos en serio nuestra responsabilidad.

Vivir en comunidad implica asumir que tarde o temprano afectaremos a otros, y otros nos afectarán a nosotros. La diferencia no está en vivir sin errores, sino en cómo respondemos ante ellos. Si logramos hacer del reconocimiento, la disculpa y la reparación una práctica natural, no solo creceremos como personas, también fortaleceremos los lazos de confianza, respeto y humanidad que tanto necesitamos.

Mi invitación es concreta: pensemos en algún momento reciente en que hayamos fallado, aunque haya sido sin intención. ¿Reconocimos el error? ¿Pedimos disculpas? ¿Hicimos algo por reparar? ¿Nos comprometimos a cambiar?

Si aún no lo hemos hecho, hoy puede ser el momento. No porque estemos obligados, sino porque cuando elegimos reparar, elegimos sanar. Y cuando elegimos sanar, estamos haciendo del mundo —empezando por el nuestro— un lugar más justo y humano.