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Columnistas

El entramado de la corrupción en Colombia

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Por: Gustavo Duncan

Gracias a Odebrecht el país va a tener que afrontar la corrupción como un entramado de prácticas entre políticos y contratistas en todos los niveles (nacional, regional y local), y ya no solo como una anomalía de las regiones que resultaría de su escaso grado de modernidad, de la falta de valores de sus dirigentes o de una cierta barbarie de sus gentes.

Es cierto que la corrupción varía de acuerdo con los entornos sociales y económicos donde ocurre. Pero en Colombia ocurre en todos los entornos. Lo de Odebrecht solo fue posible porque funcionarios del gobierno nacional se prestaron para que esta empresa tuviera ventajas en los procesos de contratación. Y las últimas acusaciones demuestran que el asunto fue más allá de viceministros y de congresistas como Otto Bula que llenan todos los requisitos para figurar como el estereotipo del corrupto de provincia.

El asunto fue más serio. Las campañas de los dos principales candidatos de las últimas elecciones presidenciales se vieron salpicadas por acusaciones de testigos directamente vinculados con los sobornos. El propio Álvaro Uribe tuvo que criticar públicamente a Óscar Iván Zuluaga por la reunión con “Duda” Mendonça, un publicista brasileño a quien Odebrecht habría pagado una suma elevada de dinero para asesorar la campaña del candidato del Centro Democrático. .

Y sobre Roberto Prieto, el gerente de la campaña de Juan Manuel Santos, se cierne un tufillo de sospecha tan intenso que ya muchos empiezan a compararlo con Fernando Botero. Lo más probable es que, si el escándalo sigue creciendo, Santos se desembarazará de responsabilidades acudiendo a la frase de Samper: “todo fue a mis espaldas”.

Los rumores sobre la participación de la élite política de Bogotá en los grandes procesos de contratación pública son cada vez más intensos. Se habla de amigos contratistas de muchos de los más reputados dirigentes nacionales, quienes se han enriquecido como nadie en el sector público al tiempo que guardaban las formas para no aparecer como los voraces y toscos corruptos de provincia. Por eso, si Obredecht quería asegurarse los contratos, tenía que tener conexiones clandestinas tanto con Zuluaga como con Santos.

Esto no es nada nuevo. Ya antes del proceso 8000 y de Ernesto Samper existían testimonios creíbles sobre el ingreso de dinero de los carteles en las campañas presidenciales. Por ejemplo, quedan pocas dudas de que en la campaña de 1982 ambos candidatos, Alfonso López y Belisario Betancur, recibieron grandes sumas de los narcotraficantes. Ni más ni menos que Samper, quien fue gerente de la campaña de López, le dijo el 12 de julio de 1983 a El Tiempo que la campaña rival había recibido ‘dineros calientes’ y le pidió al conservatismo: “[no] convivir, ni consentir ni ser indiferentes con la intervención de las mafias en la política colombiana”.

De manera por demás irónica, y cuatro páginas más adelante en esa misma edición de El Tiempo, Samper tuvo que desmentir a Pablo Escobar, quien había afirmado que durante la campaña de 1982 le había entregado una “crecida suma” para los gastos del liberalismo: “Que la mafia hubiera dado un dinero –lo cual no me consta- es una cosa, y que estuviera comprometida la campaña o el candidato es una cosa muy distinta”.

UN SISTEMA VIEJO CON RECURSOS NUEVOS

El mecanismo responsable de que la corrupción sea parte del sistema político en Colombia se ha mantenido prácticamente inalterado desde hace mucho tiempo. La novedad consiste en que ahora la clave está en la contratación pública y no en el narcotráfico. ¿Cuál es ese mecanismo?
En las regiones y en los municipios la clase política se encuentra con que el escaso desarrollo de la economía las induce a distribuir de manera selectiva las rentas y los bienes del Estado para obtener los votos de sus clientelas. Las elecciones locales se ganan a punta de dinero, de asignación de subsidios, de puestos de trabajo y de promesas de nuevas inversiones públicas.

Los gobiernos locales disponen del control de las transferencias estipuladas por la Constitución para proveer la educación, la salud y otros servicios sociales; pero tanto el valor como la destinación de estas partidas están determinados de antemano, y por eso los políticos las usan para mantener comprometidas a sus clientelas. Como además de esos servicios clientelistas necesitan recursos para costear sus campañas (desde la publicidad hasta la compra de votos en dinero), los políticos locales negocian con el gobierno central a través de congresistas y lobistas para conseguir contratos que se asignan a los empresarios que financian esos gastos. Por esta misma vía se aseguran la protección necesaria para el caso de verse envueltos en investigaciones administrativas o en líos judiciales.

Y por su parte a los políticos de Bogotá o “de talla nacional” les conviene encaminar las inversiones del Estado central hacia los políticos regionales con mayor caudal de votación, lo cual a su vez les permite reclamar una cuota mayor en el reparto de las agencias estatales y la burocracia del sector público. Esas agencias y esa burocracia, incluyendo la justicia y los órganos de control, son las que deciden cómo se adjudican los grandes contratos públicos y a quiénes se investiga.

Aquí se cierra el círculo: quien controla el aparato estatal controla los recursos y la impunidad. Este el modo de gobernar a Colombia y no hay razón para esperar que quienes cierran el círculo, la élite política a cargo del Estado central, vaya a cambiar las cosas si son los principales beneficiarios de este sistema.

LA REALIDAD POLÍTICA EN FOTOS

Quizá la forma más sencilla de comprobar el entramado de coaliciones políticas, políticos corruptos, contratistas públicos, narcotraficantes y demás empresarios ilegales sean las fotografías de las campañas.

Roberto Prieto le dijo a la W Radio que él tenía “mucho susto pues esa mafia de Córdoba es tenebrosa”. Pues bien, La Silla Vacía publicó una fotografía del mismo Prieto en Lorica durante la campaña para la reelección de Santos en 2014. Allí aparece con varios parapolíticos de Córdoba levantando los brazos en una tarima. Al parecer entonces las mafias de Córdoba no le atemorizaban.

Otra foto es todavía más diciente. En ella aparecen el presidente Santos y el entonces ministro Vargas Lleras con el gobernador de la Guajira, Kiko Gómez, hoy preso por homicidio. En la foto los tres personajes entrecruzan sus manos como señal de alianza entre el gobierno nacional y el gobierno del departamento.

El historial de Kiko Gómez era mucho más siniestro que el del asesinato por el que hoy está condenado. Para la época en La Guajira se sabía que él estaba detrás de al menos 100 homicidios y que manejaba numerosos negocios ilegales, desde contrabando y corrupción política hasta narcotráfico. Pero eso no fue obstáculo para que desde Bogotá el partido de un presidenciable como Vargas Lleras, nieto del expresidente Carlos Lleras Restrepo, le diera el aval de su partido, Cambio Radical, para ser gobernador de La Guajira.

Los políticos que no tienen origen en la aristocracia de Bogotá pero que, al igual que ellos, ocupan las más altas posiciones en el Estado central también tienen fotografías similares. Basta recordar la de Álvaro Uribe en un campero descapotado a través de las sabanas de Córdoba, haciendo campaña con parapolíticos como Eleonora Pineda o Miguel de la Espriella. O, en su momento, las fotos de Horacio Serpa, segundo en las elecciones presidenciales de 1998 y 2002, haciendo campañas con los políticos del proceso 8000.

SISTEMA CORRUPTO

En su mayor parte, el sistema de las transacciones en la política colombiana es el mismo, sin importar de qué facción se trate. Es un entramado de colectividades políticas que incluyen figuras nacionales y regionales en feroz competencia con otras colectividades similares, mientras sus miembros compiten entre sí por ocupar una posición superior en la colectividad y tener acceso a mayores recursos y representación en el Estado.

La competencia tiene una cara visible en votos que vienen de la opinión pública sin el apoyo de ninguna transacción económica, pero también una contracara de votos y recursos que se obtienen de clientelas, contratistas públicos, narcotraficantes y empresarios ilegales.

*Publicado en la Razón Pública con el auspicio de Universidad Eafit

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