Columnistas
La violencia que se repite

Donde se establecen límites, el adversario no es sencillamente destruido, por el contrario, incluso si el vencedor dispone de la máxima superioridad, se reconoce al vencido ciertos derechos.
Walter Benjamín.
Por Ricardo Villa Sánchez
La disminución de la violencia en las plazas de la criminalidad, se torna en una expresión real de la voluntad de paz de los actores en conflicto. Pero, la voluntad es de; apunta a; conduce a… Es un punto de partida en toda idea de construir juntos convivencia y cultura de paz, que parte, remember, de la buena fe en que, entre nosotros, se van a cumplir los compromisos.
La violencia que se repite en los territorios, muta, según la coyuntura, las circunstancias, los actores en disputa o en hegemonía; el control, las épocas, los intereses, los propósitos, los negocios. No se puede tapar el sol con un dedo, ni ser ingenuos. No hay sólo ángeles o demonios. También hay matices. Hay sometidos que sobreviven, con sus historias en la punta de la lengua. Hay enemigos, a sangre fría, que ojalá algún día lleguen a ser contradictores, en el debate público. Hay gente que espera que toda intención altruista fracase y hay quienes se saborean de que esto pase, sedientos por ocupar esos espacios. Hay reorganización, reordenamiento, refundaciones auto compositivas, y bajo intereses propios, en los territorios. Hay visiones del mundo compartidas por generaciones y, también contradicciones. Hay líderes de papel y roles para los dirigentes. Hay aspiraciones egoístas, y proyectos colectivos de cambio.
La violencia que se repite, es el instrumento histórico de los grupos armados, y de las élites que están detrás, para controlar a una población, en un territorio determinado, y de esta manera, también generar identidades criminales, que posibiliten manejar la economía ilícita, las rentas criminales, impedir la libertad política, y la garantía de derechos, ojo, restringir al sujeto político, a la ciudadanía plena.
Esto en su banalidad del mal, los actores claves de las violencias, han pensado que está bien y es la única manera de concretarlo; hasta, en su consciencia cínica, muchas veces sabían lo que hacían y, aun así, lo hacían o con quien se aliarían, para lograrlo, con pragmatismo.
En este escenario adverso, partir hacia una nueva relación entre el sujeto político y las instituciones, su entorno, los otros, el territorio, y los pactos a los que se pueda avanzar en una conversación para construir paz, es necesario, giren a que se detone una carga ciudadana organizada, consciente, crítica, responsable, una potencia de paz, que exija se cumplan sus mandatos populares, se invierta en desarrollo humano sostenible, por demás, que impida se contagie nuevamente esta ética del capitalismo del desastre, de la cultura ‘traqueta’, de la violencia por la violencia, del dinero fácil, del sometimiento hegemónico y homogéneo, y se centre, esta otra mirada, en transformar los territorios, en que se consumen los compromisos, se garanticen los derechos, se erradique la pobreza, se cumplan los deberes, haya igualdad de condiciones de bienestar, se resuelvan serenamente los conflictos y se consolide el Estado Social de Derecho.
Pero, siempre, hay un, pero. Es clave poner la lupa en que para desescalar las violencias, hay que generar garantías de seguridad humana, como una condición sine qua non para la construcción colectiva de la paz. El Estado no puede mirar para un lado en hacer presencia, en impartir justicia, en brindar seguridad, en judicializar, y en cumplir los mandatos ciudadanos. Los grupos armados, por su parte deben mostrar gestos serios, y hechos reales, concretos de voluntad de paz. A su vez, empoderar a la ciudadanía también tiene sus límites, y es un punto central, de partida y una meta, para hacer sostenible avanzar hacia la paz social. Todos los actores claves del territorio pueden poner de su parte y nadie tiene la verdad revelada. El debate está abierto: ¿vamos hacia reordenar el territorio alrededor de la paz con justicia social y ambiental, o hacia un futuro de violencias?
Las comunidades, y sus formas de participación, de sobrevivencia en terrenos hostiles, son la parte débil y en un proceso de paz son el centro de las preocupaciones y del debate por su vida digna. El Estado, los grupos armados, los que se benefician del conflicto, saben que la defensa y la protección de la vida, en estas “soberanías compartidas”, dentro de una sociedad cooptada y reconfigurada, deberían ser garantías para la gente, para el pueblo, para las ciudadanías libres, para que vivan felices los niños y las niñas, para que se libere el turismo, se avance a la igualdad de condiciones de acceso al trabajo decente, a la inclusión productiva, haya un gobierno propio indígena y afro al cuidado máximo del agua, se escuche la voz de las mujeres y vivamos en paz con la naturaleza.
En estos territorios de violencias, estar resistiendo, por la sombra, entre el fuego cruzado, y hasta amigo, respaldando, muchas veces a su opresor, siendo orgánicos, agazapados, o agachando la cabeza, gracias al miedo, o gozando de una supuesta zona confort, que no permite ver más allá de sus narices, sino de sus propios intereses, hace que así todo cambie, todo siga igual, como el gatopardo.
Este sometimiento a la población tiene sus zonas grises. Allí es dónde se puede sacar la cabeza del barro, superar la crisis para cambiar juntos este oscuro entramado. Pero esto, requiere cesiones de poder, que vayan por el camino de potenciar la vida, después de las violencias, que se reciclan, que se repiten.
El legado del cambio, es que la paz en la Sierra Nevada de Santa Marta, sea irreversible, con una profunda transformación del territorio y de vidas, para que tanto los grupos armados, sin armas, como la ciudadanía, con el poder popular, transiten a la ciudadanía plena, a la democracia, y al goce efectivo de derechos, en paz con justicia social, y sin acudir a las violencias, como forma de resolución de los conflictos.

