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Columnistas

Un crudo y duro diagnóstico

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Por: Saúl Alfonso Herrera

Tiempo hace ya que la demagogia, así como la falsa promesa, aunque no pareciera, gozan de desprestigio, consecuencia de la brecha existente entre lo dicho y lo hecho; sin embargo, quedan incautos que se apegan a tales ilusiones. Lo que si es cierto es que muchos por no decir que la mayoría de nuestros políticos han perdido credibilidad dadas sus inconsistencias e incongruencias. Sus propósitos no aguantan parangón alguno con la realidad, las carencias son notables en todos los aspectos, desde lo económico y la seguridad, hasta el combate a la pobreza y el ataque a la corrupción. No se cumple lo que se promete. Se burlan de la gente. Hay un notable vacío. No hay ideas sustanciales. No hay ganas ni fuerzas. Todo es lastimosamente un dejar hacer, dejar pasar.

Ocultan verdades. Incumplen mandatos. No se ajustan siquiera a sus propósitos de acción, programas de gobierno y mucho menos a sus planes de desarrollo. Siguen inmersos en la corrupción y la corruptela. No existe para ellos el buen gobierno. Generan sólo expectaciones. Resultado, la democracia se resiente. La rendición de cuentas es otra burla carente de legitimidad. Encuestas y mediciones confirman nuestro descenso en todos los índices, creando desaliento en la ciudadanía. Las instituciones se corroen. La gobernabilidad desaparece.

Llama la atención en esto recibir lecciones de territorios considerados como inferiores en el devenir político, donde los escándalos de corrupción no están hermanados con la impunidad que se pasea campante por nuestros tribunales generando desbalances, lo que de continuo nos sume en crisis, incertidumbre, escepticismo, desgracias y desesperanzas, que nos llevan a reclamar por todos lados y lugares, por parte de sus gentes, particularmente los bien y mejor intencionados: dirigentes excepcionales, justos, equitativos, de proyección, honestos, honorables, que nos les tiemble el pulso y sepan conducirnos por sendas de prosperidad e integral desarrollo y crecimiento, para consolidar la seguridad, ese valor fundante y principal de un Estado fuerte y generoso.

Sin embargo, la historia ha desacreditado esta solución. El hombre sin límites en el uso del poder ha devenido en dictador y ha fortalecido la creencia de que no somos aptos para la democracia. Desafortunadamente, los primeros en tener esa convicción son la clase política y los partidos, que en lugar de alianzas en torno a principios han incurrido en complicidades y componendas. El Poder Legislativo, cuya principal función es la de vigilante, ha dado un espectáculo deplorable de negligencia e irresponsabilidad.

Sinceramente, no creo que hayamos vivido un momento tan crítico como el actual, con tantas amenazas en el horizonte. ¿De dónde podrá surgir una fuerza regeneradora que sacuda al Estado y a la sociedad para asumir los deberes elementales? Solamente el tiempo despejará la incógnita. Por el momento, seamos crudos en el diagnóstico, primer paso para entender la magnitud de nuestra crisis.

 

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