Columnistas
Del carisma y otros demonios
Por Alfredo Pertuz Crespo
Históricamente el carisma en política ha representado la proximidad del pueblo con sus gobernantes, no ha sido un asunto solo resuelto para los regímenes democráticos, pues está comprobado que incluso en algunos autócratas como Napoleón o Reyes pertenecientes al Antiguo Régimen, fueron depositarios de una estimación y afecto emitido desde el pueblo y que mas que legitimarlos, toda vez que su acreditación en el poder no lo necesitaba, fue una característica que hizo que la estancia en el poder de los mismos fuera más amena.
Una vez los regímenes democráticos hicieron suyo y solo suyo el carisma, las naciones en el Siglo XX se volcaron a convertir en requisito sine qua non para un gobernante su empatía con el pueblo, esto tal vez con notas de añoranza a los años en los que se mutilo la posibilidad de la elección en razón a características como esta, nunca tenidas en cuenta y que hoy resultan preponderantes, a saber para qué. El desarrollo doctrinario de este tema lo hicieron los alemanes, su principio puede estar en la República de Weimar, que fue la precursora del estado social de derecho y de la inclusión de una parte emotiva en los textos constitucionales, que en mi concepto es lo más parecido a lo que hoy llamamos fines del estado. De los temas políticos se encargo otro alemán Max Weber, ya que hablando de legitimidad, incluyo en su clasificación una de corte carismática, que permitía acreditarse popularmente sin estarlo jurídica ni políticamente, sino que era el pueblo en razón a unas virtudes personales de un prospecto, el que decidía seguir los postulados del mismo, lo que en Colombia llamaríamos “Caudillismo”.
En nuestro país las malas adaptaciones y malas prácticas no se han hecho esperar, así como hemos emasculado los sistemas jurídicos que hemos importado, también lo hicimos con las tesis de Weber sobre la legitimación carismática, sustrajimos en este caso el corazón para quedarnos con la cola sin ni siquiera quejarnos, pues no existe una explicación más descriptiva de la hecatombe electorera que hemos causado, solo de dimensiones comparables con la tragedia nuclear de Chernobil, por evitar la cita concurrida de Hiroshima y Nagasaki.
Básicamente en el contexto político electoral nuestro, solo transita en el pueblo colombiano el ánimo de llevar al poder alguien próximo emocionalmente, nada importa su discurso, sus fines ni su tendencia, siempre y cuando se sienta que se está cerca de él, a todas luces esa ha sido la coyunda que voluntariamente nos hemos guindado.
Si bien en el contexto nacional hemos tenido excepciones con respecto a mis postulados, mas motivadas por los engaños programáticos de los candidatos que por la voluntad sana de elegir lo evidentemente bueno sobre lo malo, en el ámbito municipal y departamental colombiano esta pareciera ser la regla general, y en particular la crítica no está encaminada a los buenos dirigentes que con sus dotes populares logran acceder al poder y sirven, que estoy seguro que si los hay, sino a los inescrupulosos que juegan con la nobleza de nuestra gente, que incapaz de discernir programáticamente entre lo bueno y lo malo, se abalanza a las urnas a sufragar por quien más abrazos reparta.
Es esa nobleza la que ha sido golpeada y por la cual debemos recobrar las exigencias hacia nuestros mandatarios, de nada sirve que en época electoral se repartan caricias y se discursen propuestas disfrazadas de verdad con alma ponzoñosa y luego se ultraje al pueblo en razón a su voto de confianza. Es este el momento histórico en que Colombia debe prescindir de los abrazos y los besos de sus candidatos y exigir resultados, pues el carisma en política debe comportarse como un Banco con su cliente, quien deposita su confianza y espera la custodia de sus bienes, pero que reconoce que esta demás endilgarle
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