Connect with us

Análisis

El Magdalena Grande y la guerra bipartidista

Published

on

OPINIÓN CARIBE, en su especial sobre Santa Marta, relata uno de los hechos históricos más doloroso del territorio nacional como lo es la guerra bipartidista, que puso en jaque procesos políticos que pudieron proyectar a Colombia como uno de los grandes países en Latinoamérica. Sin embargo, lo que hizo fue que se engendraran grupos violentos que por más de cincuenta años solo dejaron sangre, sudor y lágrimas.

Una radiografía sutil la hace García Márquez a través de su cuento ‘Un día de estos’ en el que narra el enfrentamiento de dos hombres, rivales política e ideológicamente, quienes encontraron en un vetusto consultorio odontológico un campo de batalla para recrear los odios que los separaban. Este cuento es una de las primeras obras en abordar el tema de la violencia bipartidista de los años 50 y 60. Es un relato lleno de ficción, es decir, no los describe de una manera cruda y escatológica.

Lo que desde el comienzo anuncia un relato acerca de un dolor, termina revelando un conflicto entre liberales y conservadores. Ninguna metáfora pone en evidencia esto. Por lo contrario, todos los recursos literarios atenúan la confrontación: la ponen bajo un velo cegador. El carácter antagónico de los personajes afianza esta tensión, la cual se hace más tangible gracias a la palabra ‘muela’, en tanto, posibilita la confluencia de las posturas en contienda y desata el conflicto.

De esta forma, el cuento deja de ser una tensión entre un mero ‘odontólogo’ y un paciente, y se convierte en un drama propio de los años de la violencia bipartidista. Afortunadamente sus consecuencias no son nefastas. No dejan un solo muerto. Tan solo un simple dolor y unas cuantas gotas de sangre que manan de una muela recién sacada.

García Márquez muestra de esta manera que la guerra, aunque catastrófica, no es sinónimo de destrucción o muerte. Este logro es solo posible en tanto ironiza el hecho, el cual subvierte el campo de batalla y los alcances de la victoria y la derrota. Además, plantea una inversión de los registros testimoniales de la violencia bipartidista, que privilegiaban los campos y montes como escenarios principales de combate. Sin embargo, el narrador no omite las razones que sustentaron los odios, las rencillas y los levantamientos en armas de parte de los liberales y los excluidos del poder.

Desde el punto de vista del periodista Juan Gabriel Bermúdez, las intenciones de García Márquez no se agotan en una subversión adrede. Él va más allá. Intenta destacar la opción liberal, aunque reconozca las consecuencias del poder conservador. Al respecto, la historia registra masacres, degollamientos y una serie de atrocidades auspiciadas por los godos. Basta con leer a Orlando Fals Borda, a Augusto Escobar Mesa o a Alfredo Molano para dilucidar el extremado abuso del poder. Pero el certero desenlace del relato corrobora una postura de parte de los siempre atropellados por el ejercicio represivo de los conservadores, más un ápice de expectativa sobre el futuro del conflicto.

Así, García Márquez surge de estas páginas como una mente nada panfletaria, como un hombre bastante sutil, tanto en el tratamiento que le otorga a la disputa bipartidista, como en la denuncia de una clase atrincherada y dedicada a vivir del poder; como alguien preciso, certero y comprometido con destacar los momentos dramáticos y dolorosos de la historia de Colombia; como un hombre quien a través de su narrativa sutil sintetiza un periodo histórico: ‘La Violencia Bipartidista’.

DATOS HISTÓRICOS DE LA GUERRA BIPARTIDISTA

De acuerdo con el historiador Álvaro Tirado Mejía, durante el siglo XX, en Colombia, la revolución mexicana, la soviética, el manifiesto de los estudiantes de Córdoba y el Aprismo peruano, nutrieron con su inspiración los primeros escarceos de intelectuales socialistas que bien pronto fueron asimilados por el partido Liberal.

Ya este en el poder, a partir de 1930, realiza la Reforma Constitucional de 1936 al influjo de la Constitución Española de 1931, bajo la guía doctrinal de León Duguit y al amparo de los frentes populares, que, en España y Francia, se formaron para luchar contra el fascismo y acá contra su caricatura. Maurras, el monarquista francés, sirvió de guía a grupos intelectuales conservadores que como su maestro decretaron la ‘acción intrépida’ y el atentado personal; la lucha de Mussolini, Hitler, y Franco fue seguida con beneplácito y esperanza por un amplio sector de la dirigencia conservadora.

Cuando el Peronismo sucumbía en Argentina, Rojas Pinilla trató de copiarlo en algunos de sus aspectos, y el invento típicamente colombiano, el Frente Nacional, como tanto otros inventos nativos, ya estaba funcionando en Austria en momentos en que el Castrismo proyectaba sus luces sobre todo el continente.

Los partidos Liberal y Conservador son pluriclasistas por su composición, pero en ellas la representación de diferentes clases, o fracciones de clase, implica la imposibilidad de los intereses de la clase dominante. Esta característica les ha permitido supervivir y explica en parte el bipartidismo colombiano.

Desde el momento de su fundación, ambos partidos han mantenido una constante, la de tener un sector de centro que permite las alianzas; un sector radical o de izquierda en el liberalismo que se mueve para recuperar a los más avanzados, bien sea a los que promovían reformas laicas o civiles en el siglo XIX, o a quienes en el siglo XX han mostrado inclinaciones socialistas o actitudes populares.

Por su parte, el partido conservador escogió durante el siglo XIX a civilistas republicanos, a católicos ultramontanos incluso con veleidad monarquista, y en el siglo XX, incluyó, desde las expresiones burguesas de la doctrina social católica hasta las actitudes de los Maurrascistas condenados por el Vaticano; desde los partidarios de las doctrinas y prácticas de Franco y Mussolini hasta los más empecinados amigos de la colaboración con Norteamérica durante la segunda guerra mundial y la guerra fría.

El bipartidismo liberal-conservador durante el siglo XIX estaba enmarcado, tanto en Colombia como en los otros países de América Latina, por la misma problemática: grupos de comerciantes, masas de indígenas y de esclavos sin libertad jurídica y sin representación política, artesanos, propietarios medios e intelectuales para los cuales el liberalismo fue o pretendió ser la representación política a través de la implantación de las doctrinas de libre comercio, abolición de la esclavitud, circulación de la propiedad territorial, secularización del Estado.

A su vez, el conservatismo que se presentó como el partido del orden, de la defensa de la ‘civilización’ contra la barbarie representada en los cambios, se alineó dentro de un gran debate en el mundo occidental, al lado de la Iglesia Católica detentadora de gran parte del poder político y de la tierra portaestandarte del statu quo.

Lo que sí es más específicamente colombiano, sobre todo, dado su relativo desarrollo industrial durante el siglo XX, es la no presencia de grupos socialistas de magnitud que expresen los intereses de los sectores proletarios, tal como sucedió en otros países, por ejemplo, en los del Cono Sur.

Es indudable que para ello incidió la carencia de grupos inmigrantes y socialistas, pero en Colombia, en donde la inmigración no fue de importancia en el siglo XIX, este efecto no se dio.

Aunque en una oportunidad Daniel Pécaut (1986) aclaró, que “No hay cronología precisa que pueda asignarse a la violencia, no hay ningún acontecimiento que habiéndola impulsado constituya un origen”, dicha frase ha generado conmoción y debates por científicos sociales que han dedicado su vida a determinar tal vez no con exactitud, pero con una clara relación en cadena que desde la época de la independencia existen unos consecuentes que llevan a las épocas de los años de 1940 y 1950 respectivamente.

Colombia, por tanto, se encontraba dividida por ciertas etapas y fácilmente se puede comprobar que vivió una violencia militar, una ‘violencia electoral’ (Posada, 1996), una violencia agraria y una violencia política bipartidista.

El país se debe pensar como una cadena de causas y efectos que trajeron sucesos que con el tiempo estallarían de la forma menos agradable, y a partir de 1900 hasta 1948, la violencia que los abuelos vivieron fue protagonizada por “liberales pobres y conservadores pobres” (Ospina, 1996).

La violencia partidista colombiana traería la creación de grupos guerrilleros, una dictadura militar, un acuerdo bipartidista y con ello una pérdida de valor, autonomía y amor por un país que continúa llorando con lágrimas de sangre.

EL MAGDALENA EN LA ÉPOCA DE TERROR

Como lo narra el historiador nortesantandereano Jesús Casanova, la región Caribe sufrió de manera intensa la Guerra de los Mil Días, tan así, que García Márquez hace referencia una vez más en su obra ‘El coronel no tiene quien le escriba’, donde Aureliano Buendía, un coronel retirado de la guerra civil vivida entre los años 1899-1902, como lo dice José Manuel Caballero Bonald, fue “víctima de la insolidaridad y el abandono, ese anónimo coronel, veterano de la ‘última guerra civil’, lleva veinticinco años confiando, en vano, en la ratificación oficial de la pensión que le correspondía. “Nunca es demasiado tarde para nada”, proclama. Abocado a la miseria, torturado por el desdén y el olvido, el coronel se enfrenta cada día a una indigencia laboriosamente compartida con su mujer, enferma de asma”. El coronel muere esperando su tan anhelada pensión.

José Manuel Rodríguez, historiador, escritor y docente samario señala, que la Guerra de los Mil Días fue antecedida por una seguidilla de confrontaciones que iniciaron a principios del siglo XX, cuando Federalistas y Centralistas basaron sus disputas en los choques ideológicos, llamada por los historiadores como la ‘Patria Boba’, ya que en este lapso los pertenecientes a la Nueva Granada no percibieron la reconquista hecha en 1815 por los españoles.

“En 1840 ocurrió, casi enseguida, la conocida Guerra de los Conventos. Después la conformación de los partidos Liberal y Conservador a mediados del siglo XIX, con las consignas “Porqué votar por López” y “El aviso”, produjo entre los bandos disputas para los años 1851, 1860, 1876, 1885 y 1895”, puntualizó Rodríguez, quien destacó como guerras generales todas las mencionadas hasta la de los Mil Días.

Fue la región Caribe, desde La Guajira hasta Panamá, que para la época pertenecía a Colombia, la que sufrió el desdén entre los partidos para finales del siglo XIX y comienzos del XX.

El Magdalena Grande que estaba conformado por lo que hoy se conoce como Cesar y La Guajira, fue fundamental para dar fin a la guerra. La hacienda Neerlandia, ubicada en la Zona Bananera en cercanías a Ciénaga, fue el centro de la firma de paz el 24 de octubre de 1902.

Según ‘El Tratado de Wisconsin: noviembre 21 de 1902’, libro de Carlos Eduardo Jaramillo (1932), expresa:“Las fuerzas del general Herrera contaron con el apoyo decisivo que le dieron los aborígenes del Istmo comandados por Victoriano Lorenzo.

Herrera combatió desde las Bocas del Toro hasta las goteras de la ciudad de Panamá, al arrinconar a los conservadores detrás de sus murallas, donde recibieron el amparo de los cañones de los barcos y de los fusiles de los marines estadounidenses apostados en la vía férrea que unía los dos océanos”.

La suerte que acompañaba al liberal Herrera, en el interior del país premiaba el desánimo, tanto, que hizo al general Uribe Uribe buscar la paz por medio de un tratado.

“Su firma, el 24 de octubre de 1902 en la finca Neerlandia, de donde toma su nombre, induce a Benjamín Herrera a pensar en una fórmula similar.

El Tratado de Neerlandia, los cañones estadounidenses apuntados hacia los puertos y la amenaza de su intervención directa llevan al general Herrera a aceptar el ofrecimiento de los norteamericanos para que en su buque insignia, el Wisconsin, fondeado en el puerto de Ciudad de Panamá, se reúnan las comisiones de las fuerzas beligerantes para acordar un tratado de paz. Allí durante varios días se reúnen las comisiones respectivas y el 21 de noviembre de 1902.

Por otra parte, Casanova afirma, además, que para la época de las confrontaciones de los partidos de mediados del siglo XX, el Magdalena Grande no fue directamente afectada por las disputas entre ‘godos’ y ‘cachiporros’, no así para las regiones de los Santanderes, Tolima y Cundinamarca.

En tal sentido, el Historiador reconoce como una razón viable a la no extensión de estos brotes de guerra en la región Caribe, al carácter y personalidad de ver las cosas de los caribeños, “para ellos, esta manera de ser hizo que no fuera tan intenso como se vio en las regiones del interior. Estos últimos, más afiebrados y recalcitrantes con respecto a los temas políticos.

Es así, que para el Gran Departamento su participación en lo sucedido de la Colombia polarizada, fue la recepción de cientos de desplazados que huyeron de sus regiones, sobre todo las del sector rural, a las zonas del Caribe para instalarse allí y salvaguardar sus vidas.

Un caso específico de la afectación bipartidista, y tal vez la más cercana a la Costa, fue la ocurrida en el municipio de El Carmen, Norte de Santander, cuando para noviembre de 1949 fue invadido por la policía conservadora, denominada ‘Chulavita’ y comandada por el gobernador de este Departamento, Lucio Pabón Núñez, para masacrar a más de un centenar de personas que proclamaban en una región netamente conservadora, el liberalismo gaitanista”.

Eventos como el narrado desató para finales de los 40 el desplazamiento y la posterior conformación de municipios como Pelaya, Pueblo Bello y el corregimiento de San José de Oriente en La Paz, Cesar.

Muchos de estos inmigrantes arribaron a pueblos grandes como Valledupar y Santa Marta y fueron los encargados de impulsar la conformación de innumerables empresas e industrias que permitieron crecer económicamente a estas ciudades de la región Caribe colombiana.

Click to comment

You must be logged in to post a comment Login

Leave a Reply