Columnistas
La construcción, carta a cumplir

Por: Saúl Herrera Henríquez
Deber nuestro como ciudadanos conocer la Constitución Política, máxima delineación sin duda de la sociedad y el Estado, de la que penden las demás normas jurídicas y la mayoría de las actividades de la personas individual y colectivamente expresado, razón por lo que deba tenerse una noción clara de los principales apartados que la contienen. En nuestro caso la Constitución que nos rige, expedida en febrero de 1991 con 380 artículos, se le han sumado otros en 60 reformas introducidas y otras normas anexadas mediante el bloque de constitucionalidad, amén de los artículos de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, parte del derecho interno con jerarquía constitucional por mandato del artículo 93 de la Constitución, cuya normatividad es de aplicación tanto directa como inmediata.
Esta Convención, como muchos tratados internacionales de Derechos Humanos de los que hacemos parte como Estado, es normalmente frecuentemente desconocida, partiendo de la Corte Constitucional que, ante el hecho que la Convención Americana ordena que los servidores públicos elegidos por voto popular solo pueden ser sancionados por un juez penal, establece de manera inconstitucional que lo haga el Consejo de Estado que es juez administrativo.
Absurdo desconocimiento de la Carta Magna por la Corte, obligada a protegerla en su integridad y supremacía, desacatando la Convención Americana, que expresa que los Estados Parte se comprometen a respetar los derechos y libertades allí amparados, así como a garantizar su libre y pleno ejercicio a toda persona que sujeta a su jurisdicción, sin discriminación o motivo alguno.
Lo expuesto adicionado a que la misma Convención establece que si el ejercicio de los derechos y libertades no está ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados Parte se comprometen a adoptar las medidas legislativas necesarias para hacer efectivos dichos derechos y libertades, mandato consagrado en el artículo 26 la Convención de Viena, que refiere que una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado, mandatos expresos y obligatorios que no hemos cumplido como país.
Estos desconocimientos desatienden igualmente el principio que los tratados en vigor obligan a las partes y deben ser cumplidos de buena fe; vías de hecho las vistas a las que inexplicablemente nos somete nuestra desvariada justicia, haciendo que el Estado sea responsable internacionalmente, a la par de hacer equívoco el Estado Social de Derecho y efectivo el desprestigio internacional del país. Definitivamente no se debe seguir incumpliendo el derecho convencional y en general el derecho internacional, utilizando el falso argumento de la soberanía, pues cuando el Estado se compromete internacionalmente lo hace con fundamento en su propia soberanía. En síntesis, estamos fallando como Estado en estas materias.
